A mediados de 1942, tras las batallas navales del Mar del Coral y Midway, los aliados supieron que había llegado el momento de pasar a la ofensiva en el Pacífico. Para iniciar el contraataque, el Mando del Pacífico Sur se fijó en el archipiélago de las Salomon, el límite meridional de la expansión japonesa. El punto concreto lo iban a elegir sus enemigos: aunque después del desastre de Midway tuvieron que abandonar sus planes ofensivos y centrarse en consolidar sus conquistas, los japoneses se resistían a perder la iniciativa, y en el mes de julio iniciaron la construcción de un campo de aviación en la isla de Guadalcanal que sirviese para apoyar futuras operaciones contra Port Moresby y Australia. En cuanto los aliados tuvieron confirmación de que los japoneses pretendían situar una base aérea en Guadalcanal, el Mando del Pacífico Sur decidió que aquel tenía que ser su primer objetivo.
El almirante Nimitz encomendó la captura de la isla a la 1ª División de Marines, al mando del general Vandegrift. Los marines eran voluntarios con entrenamiento de élite, pero en aquella fase de la guerra eran en su gran mayoría soldados inexpertos, con equipamiento y armamento anticuados. Si exceptuamos algún enfrentamiento menor, como Wake, Guadalcanal iba a ser el bautismo de fuego del Cuerpo de Marines.
En 1942 casi nadie en el mundo había oído hablar de Guadalcanal. No existían mapas fiables de la isla ni cartas hidrográficas de sus costas. Para preparar la operación, el jefe de inteligencia de la 1ª División de Marines, el teniente coronel Frank Goettge, tuvo que localizar a antiguos residentes en las Salomon que vivían diseminados por Australia y Nueva Zelanda y entrevistarlos uno a uno para que diesen detalles sobre las islas. El único reconocimiento aéreo, realizado el 17 de julio por un B-17 de la USAAF con base en Port Moresby, tuvo que interrumpirse bruscamente cuando aparecieron tres hidroaviones japoneses que despegaron de Tulagi para atacar al bombardero estadounidense. La tripulación tuvo tiempo de tomar fotografías de la costa norte, pero no pudo localizar el aeródromo en construcción.
Pese tener que planificar las operaciones con tan poca información, todo comenzó bien para los estadounidenses. El 7 de agosto de 1942 los marines desembarcaron sin oposición en la costa norte de la isla. Al día siguiente, superando una resistencia casi testimonial, tomaron el campo de aviación, rebautizado como Henderson Field en honor a un piloto de cazas del Cuerpo de Marines muerto en Wake. La mayor parte de guarnición japonesa se había retirado al interior, convencidos de que el ataque estadounidense era una simple incursión y que los marines no tardarían en abandonar la isla. En la fase inicial de las operaciones en Guadalcanal ambos bandos infravaloraron la importancia estratégica que el enemigo daba a la isla. Nadie imaginaba que estaba comenzando la batalla de desgaste más decisiva de la guerra en el Pacífico, que en los seis meses siguientes implicaría a decenas de miles de hombres y a lo mejor de las fuerzas navales y aéreas japonesas y aliadas.
Tras controlar el aeródromo y sus inmediaciones, las patrullas de reconocimiento estadounidenses averiguaron que las fuerzas japonesas se concentraban al oeste, en la zona del río Matanikau. Un prisionero japonés, un suboficial de la Marina, aseguró en los interrogatorios que sus compatriotas estaban dispuestos a rendirse. Aquello pareció confirmarse cuando unos marines capturaron un cañón antiaéreo enemigo e hicieron con él algunos disparos en dirección a Matanikau. Desde las posiciones japonesas parecieron responder ondeando una bandera blanca. Probablemente lo que vieron los marines fue una bandera japonesa, aunque debido a la distancia no fueron capaces de distinguir el hinomaru, el círculo rojo que representa el Sol Naciente.
Basándose en aquellos débiles indicios, el coronel Goettge convenció al general Vandegrift para que enviase una patrulla de reconocimiento al oeste de la isla para aceptar la rendición japonesa. La patrulla, al mando del propio Goettge, estaría compuesta por veintitrés marines, un oficial médico de la Marina y un prisionero japonés. Los hombres serían conducidos a bordo de una lancha hasta un punto al oeste de Punta Cruz, desembarcarían en la playa y regresarían a pie a través de la selva. Su partida estaba prevista para la mañana del día 12 de agosto, pero diversos retrasos en los preparativos hicieron que finalmente no saliesen hasta bien entrada la tarde.
Tras desembarcar (por alguna razón desconocida lo hicieron al este de Punta Cruz, no al oeste como estaba previsto), el coronel Goettge y algunos de sus hombres se adentraron en el interior en misión de reconocimiento en dirección a la aldea de Matanikau. El pequeño grupo se encontró con una patrulla japonesa, y se produjo un corto intercambio de disparos en el que el coronel acabó muerto y uno de los marines resultó herido. Los norteamericanos dieron media vuelta y se reunieron con el resto de la patrulla en el punto de desembarco. En lugar de retirarse siguiendo la costa, los marines decidieron establecer un perímetro defensivo en la playa y se dispusieron a enfrentarse a los ataques enemigos. Durante toda la noche los marines tuvieron que resistir los continuos asaltos japoneses. Dos hombres fueron enviados por separado en busca de ayuda, el sargento Carles Monk Arndt y el cabo Joseph Spaulding. Ambos lograron llegar hasta las líneas estadounidenses, pero los refuerzos no llegarían a tiempo. Al amanecer los japoneses aplastaron los restos de resistencia en la playa. El único superviviente, el sargento Frank L. Few, aseguró que cuando se alejaba a nado pudo ver a los soldados japoneses mutilando los cadáveres estadounidenses.
Por la mañana llegaron los refuerzos, pero no encontraron ningún rastro de la patrulla de Goettge ni restos de de los combates, lo que hizo suponer a los marines que los japoneses habían ocultado todas las señales de la lucha. En realidad los norteamericanos habían desembarcado en el lugar planeado originalmente, al oeste de Punta Cruz, lejos del punto elegido por Goettge.
Los estadounidenses no tardarían mucho en aprender que de un soldado japonés se podía esperar cualquier cosa, excepto una: que se rindiese sin luchar.
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