El hombre del violín

El 28 de septiembre de 1935 el transatlántico Europa arribó a Nueva York en una de sus travesías entre Alemania y Estados Unidos. Mientras el buque permanecía atracado en el muelle, el comportamiento extraño de dos personas llamó la atención de un inspector de aduanas del puerto llamado Morris Josephs. Al pie de la pasarela de la tripulación un hombre alto que lanzaba constantes miradas a su alrededor, como si sospechase que le vigilaban, hablaba con un camarero que sostenía una funda de violín. Josephs pensó que podían estar tratando de introducir el instrumento en el país sin declararlo a las autoridades aduaneras. El hombre alto vio cómo el funcionario se acercaba a ellos y dijo en voz alta y con un fuerte acento alemán: "Muy bien, ahora lleva a declarar el violín a la aduana y yo lo recogeré cuando pague las tasas. Es muy bonito". A Josephs no le convenció la forzada actuación del sospechoso y pidió al camarero que le entregase la funda. Al abrirla descubrió que estaba vacía. Se dirigió entonces al hombre alto y se dio cuenta de que trataba de ocultar bajo su chaqueta un sobre voluminoso y pesado: "Así que esto es lo que había en la funda del violín. Será mejor que me acompañe". Mientras tanto, el camarero había aprovechado para escabullirse y desaparecer por la pasarela.

En la oficina de Aduanas los agentes abrieron el sobre y vieron que contenía una gran cantidad de negativos fotográficos, aparentemente con imágenes de diagramas o planos, y otras tantas hojas con anotaciones en alemán, que por lo que pudieron entender eran en su mayor parte datos técnicos.

El hombre alto dijo ser un afinador de pianos llamado William Lonkowski. Explicó que también era colaborador de una revista de aviación alemana y que los documentos eran copias de publicaciones técnicas que utilizaba para escribir sus artículos. Según dijo, el destinatario del sobre era su editor, y había pensado en hacérselo llegar a través del camarero del Europa para ahorrarse el dinero del franqueo. La historia no tenía ningún sentido, pero los agentes no encontraron motivos para retener al sospechoso. Después de todo, no había cometido ninguna infracción aduanera. Antes de dejarle marchar le dijeron que tendría que volver a presentarse unos días más tarde para un nuevo interrogatorio. La mañana siguiente Lonkowski huyó a Canadá. Allí embarcó en un carguero con destino a Alemania.

La oficina de Aduanas del puerto contactó con el G-2, el servicio de inteligencia del Ejército, que envió al mayor Stanley Grogan para hacerse cargo de la investigación. Grogan estudió los negativos y descubrió que contenían información de algunos proyectos secretos desarrollados por varias industrias aeronáuticas estadounidenses, entre los que se encontraban los planos de un bombardero experimental de la Marina o los de un novedoso tren de aterrizaje. Lonkowski desapareció sin dejar rastro. Al comprobar la dirección que había dado descubrieron que nunca había vivido allí. Tampoco había trabajado nunca como afinador de pianos. El Europa zarpó de Nueva York y con él se esfumó también el misterioso camarero sin que hubiesen conseguido identificarle. El inspector Josephs no había podido dar una descripción detallada de él, y el nombre que había dado Lonkowski no aparecía en la lista de la tripulación del transatlántico.

William Lonkowski había nacido en Silesia en 1893. Se inició en el mundo de la aviación trabajando como mecánico de aeroplanos durante la Primera Guerra Mundial. Con el tiempo se convirtió en un auténtico experto. Después de la guerra estudió ingeniería aeronáutica y se dedicó al diseño de aviones. Por esa época también comenzó a colaborar con el Abwehr. En marzo de 1927 llegó a Estados Unidos y consiguió un empleo en la Ireland Aircraft Corporation, una compañía aeronáutica de Long Island. Unos años después abandonó aquel trabajo al encontrar una nueva tapadera como corresponsal de la revista de aviación alemana Luftreise. Después de ser descubierto se vio obligado a huir del país, pero dejó tras él una amplia y eficaz red de espionaje con numerosos agentes que él mismo había reclutado durante aquellos años entre los trabajadores de origen alemán de las industrias aeronáuticas norteamericanas. Gracias al hombre del violín, en la década de los treinta la aviación estadounidense no tuvo secretos para los alemanes.

Batman contra Hitler


Tropas de "hombres-murciélago" se unen a la Guardia Estatal de California

El mayor Malcolm Wheeler-Nicholson, experto militar, pronosticó el uso de "alas de murciélago" por tropas paracaidistas, en la edición de agosto de Mechanix Illustrated. Ahora, como prueba preliminar, la Guardia Estatal de California ha organizado una unidad de paracaidistas "hombres-murciélago", bajo la dirección de Mickey Morgan, famoso saltador (en la foto). Las alas de murciélago, afirma, hacen a los paracaidistas más maniobrables y veloces.

Fuente:
http://blog.modernmechanix.com/bat-men-troops-join-california-state-guard/

Este pequeño artículo apareció publicado en la revista Mechanix Illustrated en enero de 1942. Después de eso no se volvió a saber nada sobre tropas de paracaidistas equipadas con "alas de murciélago", así que es posible que en el fondo no fuese tan buen invento.

Pero ¿de dónde sacó la inspiración el padre de la idea, el mayor Wheeler-Nicholson?

Como se dice en el texto, Malcolm Wheeler-Nicholson era un experto militar. Participó como oficial de caballería en la incursión del General Pershing en México en busca de Pancho Villa, combatió contra los insurgentes moros en las Filipinas, sirvió con la Fuerza Expedicionaria Estadounidense en la Gran Guerra y formó parte de la fuerza internacional enviada a Siberia durante la Guerra Civil Rusa. Más tarde se dedicó a la escritura. Era autor de varios libros y artículos de temática militar, además de innumerables novelas de western y relatos cortos para revistas pulp. En el otoño de 1934 fundó la primera editorial de la historia especializada en comics, National Allied Publications, y en 1937 creó la revista Detective Comics, cuyo éxito acabaría dando el nombre a la empresa. En mayo de 1939, en el número 27 de Detective Comics, apareció por primera vez un personaje que marcaría la historia de la compañía: Batman. Por aquella época Wheeler-Nicholson, que a causa de sus problemas económicos se había visto obligado a aceptar varias fusiones, fue despedido de la empresa que él mismo había creado y se dedicaba a escribir artículos sobre temas militares.

Detective Comics continuó creciendo, y en la actualidad, con el nombre DC Comics, es junto con Marvel una de las dos grandes editoriales que dominan el mercado mundial del comic. Y Batman sigue siendo uno de sus personajes más populares.

El viaje más peligroso de Churchill

Después del ataque japonés a Pearl Harbor y de las declaraciones de guerra de Hitler y Mussolini a Estados Unidos, Winston Churchill creyó necesario viajar a Norteamérica con sus consejeros y colaboradores más cercanos para coordinar la estrategia a seguir con su nuevo aliado. A mediados de diciembre de 1941 el acorazado Duke of York zarpó de Inglaterra con una numerosa comitiva de políticos, diplomáticos y militares encabezada por el propio primer ministro. Llegaron a Norfolk, Virginia, el día 22 de diciembre. Durante tres semanas los británicos desarrollaron una frenética actividad en Estados Unidos y Canadá, con una agenda repleta de actos públicos y protocolarios y reuniones de trabajo al más alto nivel. Al fin, el 14 de enero llegó la hora de regresar a Inglaterra.

Así relató Churchill en sus Memorias el viaje de vuelta:

Volamos con un tiempo magnífico desde Norfolk hasta las Bermudas, en cuyos arrecifes coralinos nos esperaba el Duke of York con los destructores que lo escoltarían. Viajé en un enorme hidroavión Boeing que me produjo una impresión muy favorable. Durante las tres horas de viaje entablé amistad con el piloto jefe, el capitán Kelly Rogers, que parecía un hombre de grandes cualidades y con mucha experiencia. Me hice cargo de los controles brevemente para sentir en el aire este aparato lento y pesado, de treinta toneladas o más. Me entusiasmé cada vez más con el hidroavión hasta que al final le pregunté al capitán: "¿Y si voláramos desde las Bermudas hasta Inglaterra? ¿Puede transportar suficiente combustible?" Bajo su apariencia impertubable se notó su entusiasmo. "Claro que podemos. El pronóstico del tiempo nos asegura que tendremos detrás un viento de sesenta kilómetros por hora. Podríamos llegar en veinte horas".
(...)
A la mañana siguiente me desperté demasiado temprano, convencido de que no podría volver a dormir. Debo reconocer que estaba un poco asustado. Pensaba en las inmensidades oceánicas y en que no volveríamos a estar a menos de mil quinientos kilómetros de tierra firme hasta que nos acercáramos a las islas Británicas. Pensé que tal vez me estaba precipitando y que me lo estaba jugando todo a una carta. Siempre me habían intimidado los vuelos transatlánticos. Pero la suerte estaba echada.
(...)
Me desperté justo antes del amanecer y fui a la sala de mandos. La claridad aumentaba cada vez más. Debajo de nosotros había un suelo de nubes casi ininterrumpido.
Cuando llevaba una hora sentado en el asiento del copiloto percibí cierto nerviosismo a mi alrededor. Se suponía que nos acercábamos a Inglaterra desde el suroeste y ya tendríamos que haber pasado las islas Scilly; sin embargo, no las habían visto a través de ninguno de los huecos en el suelo de nubes. Como habíamos volado más de diez horas en medio de la bruma y solo se había visto una estrella en todo ese tiempo era posible que nos hubiéramos desviado un poco de nuestro rumbo. Lógicamente, las comunicaciones por radio estaban limitadas por las normas habituales en tiempo de guerra. Era evidente por las conversaciones que no sabíamos dónde estábamos. Al final, Portal, que había estado estudiando nuestra posición, habló con el capitán y después me dijo: “Vamos a girar hacia el norte en seguida”. Así se hizo, y después de entrar y salir de las nubes avistamos Inglaterra y poco después estuvimos sobre Plymouth donde, evitando los globos, todos resplandecientes, aterrizamos cómodamente.
Cuando bajé del avión me dijo el capitán: “Nunca sentí más alivio en mi vida que después de depositarlo sano y salvo en el puerto”. No aprecié el significado de su comentario en ese momento. Más tarde supe que de haber mantenido nuestro rumbo cinco o seis minutos más, en lugar de virar hacia el norte, nos habríamos encontrado encima de las baterías alemanas de Brest. Durante la noche nos habíamos desviado demasiado hacia el sur. Asimismo, al corregir el rumbo no nos acercamos desde el suroeste, sino ligeramente desde el sur-sureste, es decir, desde la dirección del enemigo en lugar de aquella en la que nos esperaban. Varias semanas después me enteré de que, como consecuencia de esto, se informó de nuestra presencia como si fuéramos un avión enemigo procedente de Brest y se enviaron seis Hurricanes del Mando de Caza para derribarnos. No obstante, fallaron en su misión.


El Berwick, el hidroavión en el que Churchill voló a Inglaterra, un Boeing 314 Clipper de la BOAC (British Overseas Airways Corporation) pilotado por el experimentado capitán John Kelly-Rogers:


Churchill había cometido una enorme imprudencia. Siguiendo un impulso irreflexivo se había arriesgado a atravesar el Atlántico en un avión completamente desarmado y sin escolta de ningún tipo. Pero los alemanes no eran el único peligro. Los vuelos intercontinentales estaban aún en sus inicios y los sistemas de navegación de la época eran muy rudimentarios. Volando sobre el océano, con tiempo nublado, sin referencias visuales, y obligados a guardar silencio de radio en las últimas horas de su travesía, una mínima variación en el rumbo podía suponer desviarse decenas o incluso cientos de kilómetros de su destino final. Cuando se percataron del error estaban en rumbo directo hacia la ciudad francesa de Brest, por entonces una de las principales bases navales alemanas en el Atlántico, y como tal fuertemente defendida. El hidroavión, grande, pesado y lento, habría sido presa fácil del fuego antiaéreo o de los cazas enemigos. Por si fuera poco, al corregir su rumbo acabaron llegando a Inglaterra desde el sur, siguiendo la misma ruta que los bombarderos alemanes en sus raids. Cuando los radares británicos detectaron el avión, el Mando de Caza ordenó el despegue de varios Hurricanes para interceptarlo. Por suerte para ellos (para los tripulantes del hidroavión y también para los pilotos de los cazas) el Berwick completó su travesía gracias a la cobertura que le daban las nubes.

Cuando el avión amerizó sin problemas en Plymouth y la opinión pública se enteró de lo cerca que había estado del desastre, la nación entera respiró aliviada. Además de Churchill, en el Berwick viajaban Lord Beaverbrook, ministro de Producción de Aeronaves y uno de sus hombres de confianza, Sir Dudley Pound, Primer Lord del Mar, y Sir Charles Portal, jefe de Estado Mayor del Aire (que fue quien, según Churchill, decidió en el último momento que tenían que virar al norte). El derribo del avión no solo habría dejado a Gran Bretaña sin el liderazgo de su primer ministro, sino que también habría descabezado a la Royal Navy y a la Royal Air Force. Alguien definió el viaje del Berwick como "el vuelo más arriesgado de toda la guerra".

Winston Churchill a los mandos del Berwick:

UB-65: La leyenda del submarino maldito

Se diría que el submarino alemán UB-65 (a menudo se le nombra erróneamente como U-65, un numeral que corresponde a otro sumergible también de la Primera Guerra Mundial que prestó servicio en el Mediterráneo) estaba perseguido por la desgracia. En 1916, durante su construcción en Wilhelmshaven (en algunas fuentes se dice que fue en un astillero belga), un trabajador murió al ser golpeado por una viga metálica. Antes de hacerse a la mar por primera vez tres miembros de la tripulación murieron asfixiados, según unas versiones por acumulación de gases tóxicos en la sala de baterías, según otras por los gases de los motores en la sala de máquinas. Cuando estaba realizando las primeras pruebas de mar, un marinero que estaba inspeccionando las escotillas de cubierta cayó al agua y desapareció (de nuevo se puede encontrar otra versión, según la cual el hombre se dirigió andando a popa y se lanzó directamente al remolino creado por las hélices ante la mirada incrédula de los testigos). Y por si fuera poco, durante una prueba de inmersión el submarino no respondió a los mandos y por causas desconocidas continuó su descenso hasta posarse en el fondo marino. Después de doce horas de agonía, cuando el oxígeno ya casi se había agotado por completo y los tripulantes habían asumido que les quedaban apenas unos minutos de vida, el buque volvió a emerger a la superficie tan misteriosamente como se había sumergido.

Todos estos incidentes habían ocurrido antes incluso de la entrada en servicio del UB-65 en la Kaiserliche Marine. Después de someterlo a una exhaustiva revisión, los técnicos no encontraron nada extraño en el submarino y aprobaron su incorporación al servicio activo. Pero eso no cambió su suerte. Cuando se preparaba para zarpar en su primera patrulla, uno de los torpedos que estaban embarcando explotó, matando a nueve miembros de la tripulación, entre ellos el segundo de a bordo. Durante la patrulla los tripulantes aseguraron haber visto en varias ocasiones el fantasma del oficial muerto, de pie en la proa del sumergible y con los brazos cruzados. Su regreso a la base coincidió con un ataque aéreo aliado, pero los marineros estaban tan desesperados por abandonar el buque que no les importó exponerse al peligro para saltar a tierra cuanto antes. El capitán murió alcanzado por la metralla cuando desembarcaba.

Después de aquello la tripulación se negó a volver a embarcar. Los rumores se extendieron, y la fama del submarino maldito obligó a los mandos de la Kaiserliche Marine a adoptar una medida extraordinaria: enviaron un capellán al UB-65 para que realizase un exorcismo y limpiase el buque de espíritus malignos. No dio resultado. En su segunda patrulla un marinero se volvió loco y se suicidó, y el jefe de máquinas se rompió una pierna en un nuevo accidente.

El UB-65 no regresaría de su siguiente patrulla. El 10 de julio de 1918 el submarino estadounidense L-2 descubrió un sumergible alemán navegando cerca de la costa occidental irlandesa. Cuando se aproximaba a él a profundidad de periscopio y se disponía a atacarlo, el u-boot explotó misteriosamente sin que los norteamericanos llegasen a disparar ninguno de sus torpedos. Lo más inquietante es que el capitán estadounidense afirmó haber visto antes de la explosión a un hombre en la proa del submarino enemigo, de pie y con los brazos cruzados.

Bien, pues como diría un famoso humorista español, todo es falso... salvo alguna cosa.

Empecemos por el final. El 10 de julio de 1918 el L-2 avistó un u-boot semisumergido al suroeste de la isla irlandesa de Clear. Antes de que el capitán estadounidense pudiese dar la orden de disparar contra él, se produjo una explosión y el submarino alemán se hundió con toda su tripulación. Probablemente la causa del hundimiento fue la detonación accidental de uno de sus propios torpedos. Por cierto, el capitán no anotó en su diario de guerra nada sobre un hombre en la proa con los brazos cruzados. El UB-65 desapareció por aquellas fechas, así que después de la guerra muchos investigadores dedujeron que fue aquel el submarino siniestrado. Otros lo niegan, ya que cuatro días más tarde, el 14 de julio, frente a la isla Lundy (en la boca del canal de Bristol, donde teóricamente tendría que encontrarse el UB-65), un velero portugués fue hundido por un submarino alemán. En cualquier caso, el UB-65 y sus treinta y siete tripulantes desaparecieron sin dejar rastro, y un episodio llamativo, la misteriosa explosión de un u-boot con el capitán del L-2 siendo testigo a través del periscopio de su nave, sirvió de base para crear una leyenda de fantasmas y maldiciones. Porque el resto de la historia es una completa invención.

El UB-65 fue construido en 1916 en los astilleros Vulkan de Hamburgo (ni Wilhelmshaven ni Bélgica). Botado a inicios de 1917, entró en servicio el 18 de agosto de ese año. No se conocen accidentes en su construcción ni durante sus pruebas de mar. Su primera patrulla se desarrolló entre octubre y noviembre al norte de Escocia, sin que ocurriesen incidentes reseñables. El 6 de diciembre dio comienzo su segunda patrulla en el Mar de Irlanda. Informó del hundimiento de un velero de tres palos, dos vapores y un escolta (la corbeta británica Arbulus) y logró eludir un ataque con cargas de profundidad en el que perdió su periscopio. Regresó a su base antes de tiempo para someterse a reparaciones. En febrero y abril de 1918 partió en dos nuevas patrullas por el mar de Irlanda, en las que hundió un mercante noruego y un velero danés.

El 30 de junio zarpó en una nueva patrulla en dirección al canal de Bristol. Dos semanas después fue dado por desaparecido.

Su primer y único comandante, hasta el día de su desaparición, fue el Kapitänleutnant (teniente de navío) Martin Schelle, que por tanto no murió en ningún bombardeo. Como segundo oficial tuvo en un principio al Leutnant zur See (alférez) Adolf Eckoldt, que en abril de 1918 fue trasladado al U-94 y sustituido por el joven Leutnant zur See Henry Munchmeyer. Eckoldt sobrevivió a la guerra, así que tampoco es cierto que falleciese en un accidente.

¿Cuál es el origen de la leyenda? No sé quién es el autor del relato original, pero sí cómo y cuándo se popularizó. Fue en 1975, gracias a un artículo incluido en un libro publicado por Reader's Digest con el sugerente título Strange Stories, Amazing Facts (“Historias extrañas, hechos asombrosos”). Con una mínima comprobación es sencillo darse cuenta de que es una completa invención, y más en estos tiempos de internet. Basta con consultar el historial del UB-65 en alguna web especializada como uboat.net para ver que no coincide en absoluto con los datos que se citan en la leyenda. Por eso la mayoría de los que escriben sobre el UB-65 hacen lo mismo que yo, empiezan relatando la historia de fantasmas y al final aclaran que todo es ficción. Pero un hecho curioso es que en muchos de los artículos en español sobre el UB-65 se explica que "la leyenda fue producto del periodista estadounidense Edgar Cayce, autor de obras como El triángulo de las Bermudas". No sé si existió de verdad un periodista llamado Edgar Cayce, pero el autor de El triángulo de las Bermudas (o al menos del libro más famoso con ese título, el que popularizó el "fenómeno" en todo el mundo) se llamaba Charles Berlitz, y curiosamente Edgar Cayce era uno de los personajes que más aparecían en su obra. Cayce no era periodista, sino un vidente y sanador que decía tener visiones de la Atlántida y que con total seguridad nunca realizó una investigación real o imaginaria sobre el UB-65.

John Capes y su escape del Perseus

A finales de noviembre de 1941 el submarino británico Perseus zarpó de Malta con cincuenta y nueve tripulantes y dos pasajeros a bordo en una patrulla de varios días de duración a lo largo de las costas griegas del mar Jónico. La última noche de su misión, el 6 de diciembre de 1941, navegaba en superficie cerca de la costa de Cefalonia mientras recargaba las baterías, para hacer al día siguiente la travesía en inmersión hasta el puerto de Alejandría. De repente una gran explosión sacudió el submarino, que se hundió en segundos y golpeó con su proa en el fondo marino. El Perseus había chocado con una mina.

Uno de los pasajeros del Perseus era John Capes, un fogonero de 31 años, hijo de un diplomático británico (quienes le conocían se sorprendían de que con sus contactos familiares en lugar de aspirar a oficial se hubiese conformado con un destino tan modesto en la Royal Navy) que se dirigía a Alejandría para unirse a la tripulación de otro submarino. En el momento de la explosión Capes se encontraba descansando en un compartimento de popa, al lado de la sala de máquinas. Tras el impacto las luces se apagaron y el agua comenzó a filtrarse en el interior del sumergible. Capes encontró una linterna y entró en la sala de máquinas. Allí, entre unas docena de cuerpos destrozados, vio a tres tripulantes todavía con vida. Les condujo hasta una escotilla de escape situada a popa y les ayudó a ponerse unos aparatos Davis de escape submarino. El aparato Davis estaba formado por una botella de acero con oxígeno a presión, una bolsa de respiración de caucho que regulaba la presión del oxígeno a la profundidad y que además podía usarse como flotador, una boquilla con tubo flexible y unas gafas de buceo. Era un sistema de rescate rudimentario, que nunca había sido utilizado a profundidades mayores de treinta metros. De hecho, se consideraba peligroso a partir de los siete metros o en inmersiones prolongadas.

El agua seguía subiendo y los tres heridos comenzaron a tiritar de frío. Entonces Capes se acordó de una botella de ron que tenía guardada. Fue a buscarla e hizo beber unos sorbos a sus compañeros para que entrasen en calor. A continuación cerró la puerta estanca del compartimento y buscó la forma de inundarlo para poder abrir la escotilla de escape. Cuando el agua llegó a la altura de la escotilla, la abrió, ayudó a salir a los tres hombres, dio un último trago a la botella, y abandonó el submarino. Antes de introducirse por la escotilla se fijó en un indicador de profundidad. Marcaba 270 pies (82 metros).

“Iluminé con la linterna a mi alrededor, pero fui incapaz de ver más allá de unos pocos metros de acero de la cubierta de popa. Esa fue mi última visión del valeroso Perseus (…) Me dejé ir y el oxígeno me elevó rápidamente. De repente estaba solo en la profundidad del mar. El dolor se volvió desesperante, parecía que mis pulmones y todo mi cuerpo iban a reventar. Me empecé a marear con aquella agonía. ¿Cuánto más puedo durar? me pregunté (…) Todavía tenía mi linterna, que de repente iluminó unos cables que colgaban de un gran objeto cilíndrico. Era una mina acústica. ¡Dios mío! Cualquier sonido podía hacerla estallar. Solo Dios sabe por qué no lo hizo. Tal vez yo estaba destinado a vivir. El dolor iba en constante aumento, y justo cuando creía que no podía aguantarlo más, me di cuenta de que había salido a la superficie. El mar estaba agitado. Miré a mi alrededor, pero no había ninguna señal de mis compañeros. Me negaba a creer que yo fuese el único superviviente de los sesenta miembros de la tripulación del Perseus, un submarino británico cuyo trágico destino ahora solo era señalado por las burbujas de aire que todavía subían a la superficie. Mis ojos escudriñaron desesperadamente las olas. Entonces, a cierta distancia, vi una cinta de color blanco, flotando sobre las crestas de las olas. Parecía ser una línea quebrada de acantilados, probablemente una playa en la isla griega de Cefalonia. A pesar de los intensos dolores en mis pulmones, empecé a nadar hacia la orilla, con la esperanza de que mis compañeros ya se hubiesen dirigido en esa dirección”.

La descompresión causada por su rápido ascenso le provocaba terribles dolores, y el agua fría agarrotaba sus músculos, pero Capes no se rindió. No sabe cuántas horas estuvo nadando. Cada poco tiempo tenía que pararse a descansar, utilizando la bolsa de oxígeno de su aparato Davis como flotador. Por fin sus pies tropezaron con las rocas de la orilla. Se arrastró fuera del agua y se tumbó en la arena. Por la mañana unos pescadores le encontraron inconsciente en la playa. Capes permaneció año y medio en Cefalonia, ocultándose de los ocupantes italianos que ocupaban la isla. En aquel tiempo muchos habitantes de la isla arriesgaron sus vidas por ayudarle sin pedir nada a cambio. En mayo de 1943 embarcó en un pesquero que le llevó a Turquía, en una operación de rescate organizada por los servicios secretos británicos.

Cuando John Capes contó su odisea mucha gente reaccionó con escepticismo. De hecho hubo quien puso en duda incluso que hubiese estado a bordo del Perseus. Después de todo, su nombre no figuraba entre los miembros de la tripulación del submarino. Además, durante las patrullas de combate en los sumergibles británicos se atornillaban desde el exterior las escotillas de escape para evitar que se abriesen accidentalmente por las explosiones de las cargas de profundidad, un detalle que ponía en duda la veracidad de su historia. Y sobre todo, parecía increíble que alguien pudiese haber escapado de un submarino hundido a más de 80 metros de profundidad.

La confirmación de la historia de John Capes (o de la mayor parte de ella) no llegó hasta 1997, doce años después de la muerte de su protagonista, cuando el submarinista griego Kostas Thoctarides localizó el pecio del Perseus en aguas de Cefalonia, a 52 metros de profundidad. Según Capes, el indicador que él había visto marcaba 82 metros. Ese fue el único elemento de su historia que no coincidía con lo que vieron los submarinistas. La escotilla de escape de popa estaba abierta, y cuando entraron por ella encontraron el compartimento tal y como lo había descrito Capes, incluyendo la botella a la que había dado un último trago de ron antes de abandonar el sumergible.



Fuentes:
http://www.bbc.co.uk/news/magazine-15959067
http://www.divernetxtra.com/wrecks/perse898.htm