“Los Cinco de Cambridge” es el nombre por el que se conoce a una de las redes de espionaje más famosas de la historia. Todos sus miembros fueron reclutados por el NKVD (el antiguo nombre del KGB) en la década de los 30, cuando eran estudiantes de la Universidad de Cambridge, y durante quince años se dedicaron a hacer carrera en los servicios de inteligencia o diplomáticos británicos, alcanzando puestos de la más alta responsabilidad desde los que actuaban como topos de Moscú. Cuando se desarticuló la red, en 1951, Kim Philby ocupaba el cargo de agente de enlace entre el servicio secreto británico y la CIA estadounidense, y muchos le veían como un futuro jefe de los servicios de inteligencia de su país, mientras que Guy Burgess y Donald Maclean eran altos funcionarios del Foreign Office. Un cuarto miembro, un profesor de Bellas Artes llamado Anthony Blunt, no fue descubierto en un primer momento, y de hecho su nombre no se dio a conocer al público hasta 1979, solo cuatro años antes de su muerte (le benefició ser asesor de arte de la reina de Inglaterra y una persona muy cercana a la familia real).
Durante mucho tiempo se ha especulado sobre la identidad del “quinto de Cambridge”, aunque en realidad no hay demasiado misterio. Él mismo confesó en 1951, su testimonio sería corroborado por las declaraciones de Blunt en 1964 y por las del desertor del KGB Oleg Gordievski en 1985, y la confirmación definitiva llegaría con la desclasificación de los archivos soviéticos en la década de los 90. Aun así, sigue siendo un personaje discutido, probablemente porque su caso era especial: había conocido al grupo en su época de estudiante en Cambridge, compartió con ellos los mismos agentes de enlace soviéticos durante los años que fue un agente activo, y fue descubierto a raíz de la caída del resto de la red, pero en realidad nunca formó parte de ella. La suya era más bien una guerra en solitario. Y sin embargo, y a pesar de ser el menos famoso de todos, fue el que más habilidad demostró infiltrándose en diversos organismos y centros de poder y consiguiendo información de la mayor importancia para Moscú.
John Cairncross era un escocés de origen modesto, uno de los ocho hijos de una maestra de escuela y el empleado de una ferretería. Seguramente por eso su relación con los otros componentes de la red fue siempre distante, y en ocasiones hostil. En el elitista Trinity College de Cambridge él no era más que un estudiante becado, mientras que los demás provenían de importantes familias aristocráticas (serían comunistas, pero hasta ciertos límites). Cairncross estuvo un año estudiando en París con una beca de la Universidad de La Sorbona, y parece que fue allí donde abrazó el comunismo. A su regreso aceptó colaborar con el NKVD, pero no fue captado por Theodor Maly, el agente que reclutó al resto del grupo, sino por un colaborador de segunda fila de la célula comunista de Cambridge llamado James Klugmann (hasta en eso se notaban las clases). En 1936, tras acabar sus estudios de literatura francesa y alemana, se presentó a las oposiciones para entrar en el civil service, consiguiendo la mejor nota de su promoción. Comenzó a trabajar en el Foreign Office y durante un tiempo estuvo entregando a la inteligencia soviética información de poca trascendencia. Más tarde pidió un traslado al Departamento del Tesoro y el NKVD se olvidó de él. Hasta 1940, con Gran Bretaña ya en guerra contra Alemania, cuando se convirtió en secretario particular de Lord Hankey, ministro sin cartera y asesor de los gobiernos de Chamberlain y Churchill. Por sus manos comenzaron a pasar documentos de la mayor importancia, y fue entonces cuando el servicio secreto soviético decidió despertar a su agente “dormido”. Las informaciones más valiosas que consiguió en esa época fueron las referidas al funcionamiento de la parte británica del comité anglo-soviético encargado de coordinar el envío de material bélico a la URSS. Su nombre en clave para la inteligencia soviética era “Carelio”.
En marzo de 1942 Moscú le pidió que solicitase su traslado a Bletchley Park, el centro secreto encargado de la descodificación de las radiocomunicaciones alemanas. El gobierno británico compartía con la URSS por los canales oficiales parte de la información que se obtenía de la desencriptación de la Enigma, pero Stalin desconfiaba de sus aliados (tratándose de Stalin no es ninguna sorpresa) y quería tener acceso a los mensajes originales. Aunque los británicos no explicaban por qué medio conseguían la información (lo que implicaba, entre otras cosas, no entregar directamente las transcripciones de las comunicaciones alemanas), para la inteligencia soviética no era un secreto la existencia de Bletchley Park ni el trabajo que se realizaba allí. Cairncross fue destinado al grupo encargado del análisis de las comunicaciones de la Luftwaffe. Durante meses, al terminar la jornada, escondía en sus pantalones las transcripciones que tenía que destruir y las entregaba en Londres a su contacto del NKVD. En los primeros meses de 1943 consiguió sus informaciones más valiosas: la situación de los aeródromos alemanes en la URSS y el despliegue de las escuadrillas de la Luftwaffe durante los preparativos de la operación Citadelle. Aquella fue la última gran ofensiva alemana en el frente oriental, y su fracaso (con la derrota en la batalla de Kursk) supuso un punto de inflexión en la guerra. Los analistas británicos habían proporcionado a los soviéticos informes detallando los planes alemanes, pero gracias al Carelio la Stavka pudo disponer además de las transcripciones originales de las comunicaciones enemigas. Los soviéticos reconocieron su trabajo concediéndole la Orden de la Bandera Roja. No le entregaron la condecoración físicamente (como es lógico), pero Cairncross se emocionó cuando su agente de enlace se la mostró en una de sus reuniones en un parque de Londres. Poco más tarde pidió permiso a sus superiores en el NKVD para abandonar Blethcley Park. Estuvo unos años destinado en puestos de poca relevancia, hasta que en 1948 le concedieron un destino en la sección del Departamento del Tesoro encargada de las industrias de defensa, lo que le convirtió de nuevo en uno de los agentes soviéticos más valiosos de todos los que operaban en Gran Bretaña.
Tras el descubrimiento de la red de Cambridge y la huida a la URSS de Philby, Burgess y Maclean en 1951, el MI5 descubrió en un registro en la casa de Guy Burgess una nota manuscrita de Cairncross. Aquello le colocó en el punto de mira de la contrainteligencia británica, aunque lo cierto es que Cairncross tenía que ser un sospechoso evidente, compañero de estudios del resto del grupo y comunista en su juventud. Fue sometido a varios interrogatorios, pero los servicios de espionaje británicos no pudieron conseguir pruebas contra él. Finalmente aceptó confesar a cambio de inmunidad, en un acuerdo que posiblemente incluyese alguna otra condición que hoy todavía se desconoce (no deja de ser sorprendente lo bien librado que salió). Nunca fue procesado, aunque perdió su trabajo para la Administración. Consiguió un puesto como profesor de literatura en una pequeña universidad de Estados Unidos. Allí vivió sin que nadie le molestase, dedicado a la enseñanza, e incluso llegó a escribir varios libros sobre literatura francesa del siglo XVII. Más tarde se trasladó a Italia para trabajar como traductor para la ONU. En 1979, cuando vivía en Roma, fue descubierto por un periodista e hizo una confesión pública de su pasado como agente soviético. Al jubilarse se retiró al sur de Francia. Regresó a Gran Bretaña en 1995, poco antes de morir.
John Cairncross era un hombre comprometido con sus ideales. Nunca pidió nada a los soviéticos a cambio de sus servicios. Era muy inteligente y tenía una gran cultura, pero también era de trato difícil, desagradable, con una memoria horrible que desesperaba a sus enlaces del KGB: olvidaba el lugar o la fecha de las citas, y cuando las recordaba era incapaz de llegar puntual a ninguna; siempre aparecía con al menos media hora de retraso (y estar media hora esperando a alguien en algún sitio público puede poner nervioso al espía más avezado). Además era un hombre de una torpeza increíble. Los soviéticos le dieron varias veces cámaras para fotografiar documentos e intentaron enseñarle a utilizarlas, pero nunca fue capaz de hacer una sola fotografía decente.
Yuri Modin, su enlace entre 1944 y 1947, cuenta en su libro Mis camaradas de Cambridge que en una ocasión el KGB decidió que el método más seguro para reunirse con el Carelio era circulando con un automóvil por las calles de Londres, así que dieron dinero a Cairncross para que se comprase uno. Él lo aceptó sin decir nada, pero pasaban los meses y Cairncross seguía acudiendo a sus citas andando. Finalmente el agente soviético le preguntó por el coche. Explicó que ya lo había comprado, pero que no había conseguido aprobar el examen para el permiso de conducir (“es que me hago un lío con los pedales”). Por fin un día apareció con su flamante automóvil. Modin subió al asiento del acompañante, se pusieron en marcha y de repente el coche se paró en medio de un cruce. Cairncross estuvo tratando de arrancarlo sin éxito durante unos minutos. En ese momento se acercó un agente de policía y pidió al conductor que se bajase. Cairncross salió del coche con su documentación en la mano, el agente le ignoró, se sentó en el asiento, echó un vistazo al salpicadero, pulsó un botón, arrancó el coche tras un par de intentos y lo movió fuera del cruce. Cuando Cairncross llegó junto a él, el policía le reprochó: “Cuando el motor de su vehículo esté ya caliente debe quitar el estárter, de lo contrario el motor se ahoga ¡Debería saberlo!”.
Para Modin aquel fue su peor momento en todos los años que estuvo destinado en Londres. Si los nervios hubiesen delatado a Cairncross o si el agente hubiese sospechado algo por cualquier motivo y les hubiese pedido la documentación ¿cómo iban a justificar la presencia de un diplomático soviético en el coche de un funcionario del Departamento del Tesoro con documentación comprometida encima? Pero una cualidad que sí tenía el Carelio era su sangre fría, que demostró sobradamente en sus muchos años como espía al servicio del KGB.
Gente especial hecha de un material diferente al del resto de los mortales. Aunque algunos casos son una auténtica chapuza (como el del que se le caló el coche), nadie puede dudar de que se trataba de gente valiente y abnegada.
ResponderEliminarUn saludo.
Y dispuesta a arriesgar la vida por sus ideas y sin pedir nada a cambio. Se dice que Stalin no se fiaba de las informaciones que el KGB recibía de Alexander Rado, uno de sus espías más importantes en Alemania, porque le parecía sospechoso que Rado se negase a aceptar dinero a cambio de sus servicios.
EliminarUn detalle que dice mucho de Rado, y sobre todo de Stalin.
Acabaría ordenando su arresto.
Un saludo.