Kazuro Shimizu era el cuarto hijo de unos modestos agricultores que vivían en una zona rural de la prefectura de Nagano, en el centro de Honshu. Un día de 1943, cuando tenía 15 años, los profesores de su escuela reunieron a los alumnos en el gimnasio para escuchar una charla de un oficial del Ejército. El militar les habló de la difícil situación de su país y de los sacrificios a los que la guerra obligaba a todos los japoneses. A continuación pidió voluntarios para alistarse. Los profesores enviaron a los chicos de vuelta a las aulas y allí escogieron a los “voluntarios”. Según Shimizu, los maestros aprovecharon la ocasión para deshacerse de sus alumnos más problemáticos. Él no temió ser uno de los elegidos, ya que era el estudiante más destacado de su clase. Y no se equivocaba, pero uno de los que sí fueron seleccionados, un muchacho huérfano, le pidió que intercediese por él. Shimizu rogó al maestro que dejase marchar a su compañero. La forma en la que el hombre ignoró sus súplicas le enfureció y le llevó a plantear lo que él creía que era una amenaza: “Pues entonces me alistaré yo en su lugar”. Ante su sorpresa, el maestro aceptó la propuesta.
Como era un buen estudiante, tras un periodo de instrucción básica Shimizu fue destinado a la élite de las fuerzas armadas japonesas, la aviación naval. En septiembre de 1944 ingresó en la Academia Aeronaval Yokaren, en Tsuchiura, al norte de Tokio. En marzo de 1945 se canceló repentinamente toda la parte teórica de su preparación y en su lugar aumentaron los ejercicios prácticos y las maniobras. Todo parecía indicar que iban a ser desplegados de forma inminente. Pero en lugar de ello los reclutas fueron trasladados a las montañas de Tsukuba para recoger raíces de pino con las que fabricar biocombustible. A aquellas alturas de la guerra los japoneses tenían tal necesidad de petróleo que tuvieron que recurrir a cualquier medio a su alcance para conseguir sustitutos. Por entonces los ataques aéreos eran casi continuos. Los cuarteles de Tsuchiura fueron destruidos en un bombardeo, y seis compañeros de Shimizu murieron ametrallados por aviones estadounidenses mientras recogían raíces. La impunidad con la que actuaba la aviación enemiga le llevó a tomar una decisión drástica. Convencido de que también él iba a morir en cualquier momento, quiso que al menos su muerte tuviese alguna utilidad. Así que cuando pidieron voluntarios para el Cuerpo de Ataque Especial, el nombre que la Marina Imperial daba a sus unidades “kamikaze”, Shimizu dio un paso al frente.
Shimizu pensaba que se había alistado en una unidad kamikaze de ataque aéreo. Solo supo la verdad cuando llegó al centro de entrenamiento situado en Yokosuka, en la bahía de Tokio. Allí les explicaron que estaban en una unidad secreta de buceadores conocida con el nombre de Fukuryu (algo así como “dragón acechante” o "dragón agazapado"), que se estaba preparando para hacer frente a los previstos desembarcos estadounidenses en el sur de Kyushu, la isla más meridional del archipiélago japonés. Cuando comenzase el ataque los buzos Fukuryu esperarían sumergidos en aguas poco profundas, cerca de la costa, armados con cargas explosivas unidas a largas pértigas de bambú y preparados para hacerlas detonar en el momento en que los barcos de desembarco enemigos pasasen sobre ellos. A comienzos de julio de 1945 comenzaron los entrenamientos. Al principio consistían en inmersiones en vertical de hasta 8 metros. Más tarde les enseñaron a caminar sobre el lecho marino.
Para ponerse y quitarse el equipo de buceo necesitaban la ayuda de varios compañeros. El casco iba fijado al traje con tornillos. No llevaban botellas de oxígeno. En su lugar, para depurar el aire utilizaban un ingenioso y peligroso sistema a base de sosa cáustica. El aire viciado iba por un tubo hasta un tanque metálico que llevaban a la espalda. Cuando el dióxido de carbono reaccionaba con la lejía de sosa, esta se transformaba en carbonato de sodio y liberaba oxígeno, que era conducido por otro tubo hasta la nariz del buzo. El peso total del equipo era de 38 kilogramos, a los que había que sumarles otros 15 de la pértiga con la carga explosiva. En el fondo marino tenían que aprender a caminar adoptando una postura determinada, 10 o 15 grados inclinados hacia delante, para evitar caer de espaldas por el peso del tanque. Los accidentes durante los entrenamientos eran muy frecuentes. Tenían que mantener la calma en cualquier circunstancia y concentrarse en la respiración, aspirando siempre por la nariz. Si no lo hacían podían quedarse sin oxígeno y llegar a perder el conocimiento. A veces, a causa de una soldadura defectuosa, el agua de mar se filtraba dentro del tanque de lejía de sosa y reaccionaba con ella, produciendo una mezcla que al ser aspirada corroía los órganos respiratorios. Cuando eso ocurría el desdichado buzo moría tras una terrible agonía. Mientras permanecían sumergidos estaban siempre unidos con una soga a un bote en la superficie. Cuando se destensaba era señal de que había problemas y todos tiraban de ella para izar a su compañero. Muchas veces era demasiado tarde. En ocasiones la cuerda se soltaba y el buzo se quedaba atrapado en el fondo marino. Decenas de jóvenes murieron en las prácticas. Otros muchos lograron sobrevivir a los accidentes, pero sufrieron daños cerebrales irreversibles.
Pasaban los días y la vida en el campamento transcurría en medio de una terrorífica monotonía. Shimizu se iba a dormir cada noche pensando que el día siguiente podía ser el último. Llegó a envidiar a los kamikazes aéreos, a los que al menos les esperaba una muerte que a él le parecía épica, estrellándose contra los buques enemigos con sus aviones. A ellos, en cambio, incluso sus propios instructores les explicaban que estaban condenados y que sus posibilidades de éxito (no de sobrevivir, que se daba por hecho que era imposible, sino de morir causando daño al enemigo) eran casi inexistentes. Más que el miedo a la muerte, a Shimizu le torturaban las dudas sobre el sentido que tenía sacrificar tan inútilmente su vida.
El 15 de agosto de 1945 les reunieron a todos para escuchar una emisión de radio. En ella el Emperador anunció el fin de la guerra, pero, al igual que la mayoría de los japoneses, Shimizu y sus compañeros no se enteraron hasta varios días más tarde. Entre la mala calidad de la señal y el lenguaje arcaico que utilizó el Emperador, fueron muy pocos los que pudieron entender su mensaje. Shimizu supuso que les estaba animando a continuar con la lucha. Volvieron a sus entrenamientos como si nada hubiese cambiado. Sin saber que se había decretado el alto el fuego, en los días posteriores algunos otros jóvenes murieron en accidentes durante las prácticas. Al fin el 20 de agosto les hicieron guardar su equipo y quemar todos los documentos de la unidad, y el 25 les ordenaron regresar a sus casas. Solo entonces se enteraron de que la guerra había terminado. Shimizu no se sintió triste ni humillado por la derrota. Lo único que sintió fue alivio.
Cuando volvió a su pueblo se alegró al saber que todos sus familiares habían sobrevivido a la guerra, incluyendo a dos hermanos suyos que regresaron del frente. La vieja escuela había sido convertida en una fábrica de guerra, donde tuvieron que trabajar los estudiantes que no fueron reclutados. Shimizu llegó a sentir odio hacia sus maestros, que les habían enviado a la muerte sin mostrar el más mínimo remordimiento. Durante mucho tiempo guardó el secreto sobre su pertenencia a un Cuerpo Especial y sobre las experiencias traumáticas que había tenido que vivir. En los años posteriores intentó suicidarse en un par de ocasiones.
Entrevista a Kazuro Shimizu (en inglés o húngaro):
http://interjapanmagazin.com/fukuryu-the-secret-unit-of-the-japanese-special-offensive-corps-lurking-dragons-3/
Pobres diablos utilizados para ser sacrificados en honor de una patria que pasaba olímpicamente de los ciudadanos -o mejor, súbditos- del montón. Tuvo suerte este hombre de librarse de un final atroz y de encontrar vivos a sus familiares. Otros no tuvieron tanta fortuna.
ResponderEliminarUn saludo.
Es cierto que las escuadrillas kamikaze y el resto de unidades suicidas, como el Fukuryu, estaban formadas por voluntarios. Pero en un alto porcentaje muy jóvenes, adolescentes de 16 o 17 años, o incluso menos, empujados por la presión de sus superiores a tomar aquella decisión. Es parecido a lo que ocurrió en este caso con los maestros de la escuela. El poder que ejercían sobre los muchachos hace que no esté claro que se les pueda considerar voluntarios.
EliminarUn saludo.