Henning von Tresckow era un brillante oficial de Estado Mayor, veterano y héroe de la Gran Guerra, descendiente de una tradicional familia de militares prusianos (hijo de un general de caballería y sobrino del mariscal de campo Fedor Von Bock). Era también un destacado miembro de los círculos militares de resistencia clandestina al régimen nazi. Destinado como jefe de operaciones en el Estado Mayor del Grupo de Ejércitos Centro, en el frente ruso, había sido testigo de las atrocidades que se cometían contra civiles y prisioneros por orden directa del Führer, y de las que la Wehrmacht, muy a su pesar, se había convertido en cómplice. Aunque su oposición al nazismo era anterior a la guerra, fueron aquellos crímenes los que le empujaron a tomar la decisión de hacer lo que estuviese en su mano para limpiar el honor del Ejército alemán. Y para él solo había una forma de conseguirlo. Con el tiempo Tresckow logró reunir en torno suyo a un grupo de oficiales de confianza, entre los que destacaba su primo y ayudante de campo, el joven teniente Fabian von Schlabrendorff, y con su ayuda comenzó a planificar el asesinato de Hitler.
Los conspiradores pretendían atentar contra el Führer aprovechando una de sus visitas al cuartel general del Grupo de Ejércitos Centro. En un primer momento pensaron en hacerlo “a la brava”: reunirían un grupo suficiente de hombres y esperarían a que Hitler aterrizase en el aeródromo para enfrentarse a tiros a su guardia personal y matarle allí mismo. Pero las dudas sobre la actitud que tomarían sus superiores ante aquella acción les llevaron a descartar el ataque directo y optar por un método menos arriesgado. Se decidieron por un atentado con explosivos. Colocarían una bomba en el avión de Hitler, preparada para estallar durante el vuelo de regreso.
El avión personal del Führer era un Focke-Wulf Condor especialmente modificado para aumentar la seguridad del pasajero principal. La cabina de Hitler estaba acorazada y su asiento tenía incorporado un paracaídas. Pero aquellas medidas no le habrían servido de mucho en caso de una explosión inesperada en pleno vuelo. Sus posibilidades de sobrevivir habrían sido casi nulas.
Tresckow y Schlabrendorff probaron varios tipos de minas y explosivos buscando los que mejor se adaptasen a su plan. Eligieron finalmente unos explosivos plásticos británicos con sus correspondientes detonadores, procedentes del material capturado que el SOE enviaba a los grupos de resistencia en los territorios ocupados. Eran potentes y al mismo tiempo moldeables y de poco volumen, de forma que la cantidad de explosivo que se podía meter en un paquete que no llamase la atención sería suficiente para hacer pedazos el Condor.
Al fin llegó el día que esperaban. El 13 de marzo de 1943 se anunció una visita de Hitler al cuartel general del Grupo de Ejércitos Centro, en Smolensko. Unas horas antes de su llegada, Tresckow y Schlabrendorff llenaron cuatro minas lapa con los explosivos británicos y les añadieron un detonador tipo lápiz con temporizador de media hora. A continuación metieron todo en un paquete que simulaba contener dos botellas de licor. Tresckow fue uno de los oficiales que acudieron aquella mañana a recibir al Führer al aeródromo. Allí se encontró con una desagradable sorpresa: en la pista aterrizaron dos Focke-Wulf idénticos. El Führer iba acompañado de un séquito tan numeroso (oficiales de Estado Mayor, guardaespaldas, asistentes, sus propios cocineros...) que necesitaban más de un avión para trasladarse. Antes de introducir la bomba iban a tener que asegurarse de que lo harían en el aparato correcto.
La visita duró apenas unas horas, casi el tiempo justo para celebrar una conferencia en el cuartel general. Después de la comida Hitler y sus acompañantes se dispusieron a regresar al campo de aviación. Tresckow se dirigió a uno de los asistentes del Führer, el coronel Heinz Brandt, y aparentando una charla de cortesía logró que este le confirmase que iba a volar junto a Hitler. Tresckow le preguntó entonces si podría llevar un paquete a Rastenburg, el cuartel general del Führer en Prusia Oriental. Explicó que se trataba de unas botellas de licor para su amigo el coronel Stieff. Aunque sabía que se estaban saltando el reglamento, Brandt aceptó, como un favor personal.
Tresckow acompañó a la comitiva hasta el aeródromo y allí vio subir a Hitler a su Focke-Wulf. Justo antes de que lo hiciese Brandt, Schlabrendorff activó el detonador y le entregó el paquete. Los aviones despegaron y pusieron rumbo al oeste acompañados por una escolta de cazas. Tresckow y Schlabrendorff regresaron al cuartel general a esperar acontecimientos.
Unas horas después recibieron la noticia de que el Führer había aterrizado sin novedad en Rastenburg. Algo había fallado. Tratando de aparentar tranquilidad, Tresckow telefoneó a Brandt para preguntarle si había entregado las botellas al coronel Stieff. Respiró aliviado cuando Brandt respondió que aún no había tenido tiempo de hacerlo. Entonces le explicó que por error le habían dado un paquete equivocado, y que Schlabrendorff se pasaría a recogerlo aprovechando un viaje que tenía que hacer a Berlín. Schlabrendorff llegó a Rastenburg con dos botellas auténticas de Cointreau y se las dio a Brandt a cambio del primer paquete. Recuperó así la prueba que les incriminaba sin que el coronel Brandt llegase a sospechar nada. En el tren en el que se dirigía a Berlín, Schlabrendorff deshizo el paquete y examinó la bomba. El fusible que accionaba el detonador había fallado. Es posible que la causa fuese el frío del compartimento de equipajes del avión.
Hitler nunca se enteró de lo cerca que había estado de la muerte aquel día de marzo de 1943. Más de un año más tarde, el 20 de julio de 1944, uno de los oficiales que habían pertenecido al círculo de conspiradores de Tresckow, el coronel Claus von Stauffenberg, trató de asesinar a Hitler con una bomba en su cuartel general de Rastenburg. El Führer sobrevivió al atentado, condenando al fracaso el golpe de estado militar que se debía poner en marcha tras el anuncio de su muerte (la operación Walkiria). Al día siguiente Tresckow se suicidó con una granada de mano, simulando un ataque de partisanos soviéticos, cerca de Białystok, en la región fronteriza entre Bielorrusia y Polonia. Unas semanas más tarde las investigaciones de la operación Walkiria descubrieron sus conexiones con los conjurados. La muerte no le iba a librar del castigo. Por orden de Hitler sus restos fueron desenterrados del panteón familiar e incinerados en el campo de concentración de Sachsenhausen. En aplicación del Sippenhaftung, el principio legal por el que la responsabilidad penal de alguien acusado de crímenes contra el Estado se extendía a sus familiares, su viuda y sus hijos fueron detenidos y encarcelados, aunque sobrevivieron a la guerra. Fabian von Schlabrendorff fue también arrestado y torturado. Juzgado por el Volksgerichtshof ("Tribunal del Pueblo"), presidido por el sádico juez Roland Freisler, se enfrentaba a una casi segura pena de muerte. Pese a ello mantuvo una actitud altiva y desafiante. El 3 de febrero de 1945, durante la audiencia, Freisler le dijo que le iba a mandar "directo al infierno". Schlabrendorff respondió: "Con gusto le permitiré ir delante".
Y fue delante. El juicio fue interrumpido por un ataque aéreo y el tribunal de justicia fue alcanzado por una bomba antes de se completase su evacuación. Entre los escombros se encontró el cadáver de Freisler. Su sucesor, menos fanático, absolvió a Schlabrendorff por falta de pruebas. Pero no le pusieron en libertad. Schlabrendorff permaneció prisionero en un campo de concentración hasta el final de la guerra.
Todos los tiranos tienen suerte. La historia hubiera sido distinta -o habrían terminado antes las pesadillas- de haber tenido éxito estos intentos de cortar por lo sano.
ResponderEliminarUn saludo.
Hitler fue muy afortunado. Se calculan en más de 40 los atentados que sufrió o que fueron frustrados en el último momento. Los que más posibilidades tuvieron fueron precisamente el grupo de Tresckow y Stauffenberg, Y también fueron los que lo intentaron más insistentemente.
EliminarUn saludo.