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La medalla de platabronce
La final de salto con pértiga de los Juegos olímpicos de Berlín fue dominada por el atleta estadounidense Earle Meadows, que venció con un mejor salto de 4,35 metros. Tras él, solo dos rivales pudieron superar los 4,25, los japoneses Shuhei Nishida y Sueo Ōe. Cuando el estadounidense se aseguró la medalla de oro, Nishida y Ōe, amigos además de compañeros de equipo, se negaron a seguir compitiendo por el segundo puesto. Era una situación sin precedentes que los jueces solucionaron concediendo la medalla de plata a Nishida, basándose únicamente en su mejor palmarés (mientras Ōe era un desconocido a nivel internacional, su compatriota, cuatro años mayor, ya había ganado la medalla de plata en los juegos de Los Ángeles 1932).
Cuando regresaron a su país, los dos atletas sorprendieron con la forma que habían tenido de corregir la arbitraria decisión de los jueces deportivos: habían encargado a un joyero que cortase ambas medallas por la mitad y que empalmase los trozos formando dos perfectas medallas de “platabronce”. La prensa japonesa las denominó “las medallas a la amistad”.
En los años posteriores los dos pertiguistas siguieron compitiendo a gran nivel. En 1937 Ōe estableció el récord nacional en 4,35 metros, una marca que permaneció imbatida durante más de dos décadas. En 1939 se alistó en las Fuerzas Especiales de Desembarco, los ”marines” japoneses. Murió en combate en la isla de Wake el 24 de diciembre de 1941. Nishida, por su parte, tuvo una longeva carrera deportiva. En 1951, ya con 41 años, ganó una medalla de bronce en los Juegos Asiáticos. Continuó vinculado al atletismo durante toda su vida, como árbitro y miembro de la Federación nacional y del Comité Olímpico Japonés.
Estocadas al nazismo
Esta fotografía recoge uno de los momentos históricos de los Juegos Olímpicos de Berlín 1936. Muestra la ceremonia de entrega de medallas de la competición de esgrima femenina. Aparte de ser las mejores esgrimistas de su generación y de ser todas ellas campeonas olímpicas (las ganadoras de la plata y el bronce había sido respectivamente medallas de oro en los Juegos de Amsterdam 1928 y Los Ángeles 1932), las mujeres que ocupaban el podio tenían algo más en común: las tres eran judías (en realidad en los tres casos solo el padre era judío, o medio judío, y ninguna de ellas practicaba la religión hebrea, aunque pequeños detalles como aquellos no tenían demasiada importancia para los nazis).
En los meses anteriores a la celebración de los Juegos de Berlín, las amenazas de boicot en Estados Unidos y otros países como protesta por el trato discriminatorio que sufrían los judíos en Alemania pusieron en grave riesgo el éxito del gran escaparate propagandístico que los nazis estaban poniendo a punto. Para acallar a los críticos, el Comité Olímpico Alemán, a sugerencia de un miembro estadounidense del COI, invitó a una veintena de deportistas judíos a competir en las pruebas de selección. Los atletas recuperaron su ciudadanía y sus derechos, incluyendo a los exiliados, que pudieron regresar a su país y reintegrarse a los clubes deportivos de los que habían sido expulsados en cumplimiento de las leyes de Nuremberg. Pero las autoridades alemanas no tenían ninguna intención de dejarles representar al Reich en los Juegos de Hitler. En cuanto amainaron las protestas, todos ellos fueron apartados de las selecciones olímpicas. Solo hubo una excepción: la esgrimista Helene Mayer, la única judía entre los 470 deportistas que integraban el equipo olímpico alemán.
Helene Mayer había sido campeona olímpica de florete (en aquella época la única prueba femenina de esgrima) en los Juegos de Amsterdam, con solo 17 años. Residía en California desde 1932 y era muy popular en Estados Unidos. Su exclusión habría reavivado los movimientos a favor del boicot. Además, Mayer mostraba un patriotismo a toda prueba. Nunca se planteó sumarse voluntariamente al boicot ni dudó en participar en la mayor competición deportiva de la historia de su país. Y, por si eso fuera poco, no respondía en absoluto a la teórica imagen del judío que pregonaba el nazismo. Alta, esbelta, rubia y de ojos azules, era más bien un ejemplo inmejorable de raza aria.
En Berlín, Mayer iba a tener como rival a otra judía alemana, Ellen Müller-Preis (o Ellen Preis a secas, su nombre de soltera), una joven berlinesa de 24 años que competía por Austria, el país de su padre. Cuatro años antes, cuando la Federación Alemana de Esgrima no la incluyó entre los deportistas que iban a acudir a los Juegos de Los Ángeles (la elegida fue la propia Mayer, que defendía el oro olímpico ganado en 1928), decidió solicitar la nacionalidad austriaca. Y no le fue mal. En Los Ángeles logró para Austria la medalla de oro de florete, mientras que Mayer tuvo que conformarse con la quinta posición. Por tanto, Preis, la berlinesa residente en Viena, se presentaba a los Juegos de su ciudad natal como defensora del título de campeona olímpica.
La tercera en discordia iba a ser la húngara Ilona Elek (de soltera Ilona Schacherer), nacida en Budapest en 1907, hija de padre judío y madre católica. Con 29 años era la mayor de las tres, pero también era con mucha diferencia la que tenía menos experiencia en competición. Los de Berlín eran sus primeros Juegos Olímpicos. Sin embargo, fue ella la que finalmente resultó vencedora. En la lucha por el oro derrotó a Mayer, que se tuvo que conformar con la medalla de plata. La de bronce fue para Preis. Durante la ceremonia de entrega de medallas, cuando sonaba el himno de la ganadora y se izaban las banderas nacionales de las tres medallistas, la alemana Mayer sorprendió al mundo haciendo el saludo nazi.
Después de los Juegos, Mayer volvió a Estados Unidos. A pesar de la medalla que había ganado para su país, el gobierno alemán le retiró de nuevo la ciudadanía e ignoró sus éxitos deportivos posteriores (se proclamó campeona del mundo por tercera vez solo un año más tarde). En 1952, enferma de cáncer de mama, regresó a Alemania para pasar en su tierra natal sus últimos meses de vida. Murió en Múnich en octubre de 1953, con solo 42 años.
Preis también se vio obligada a exiliarse durante el Anschluss. Tras la derrota del Tercer Reich decidió regresar a Viena. Elek permaneció en Budapest, soportando las cada vez más duras leyes antisemitas y ocultándose en los meses finales del conflicto, cuando los alemanes derribaron el régimen de Horthy y ocuparon el país. Ambas volvieron a competir tras el paréntesis obligado por la guerra. En Londres 1948, doce años después de los Juegos de Berlín, Elek y Preis se enfrentaron de nuevo en un torneo olímpico. Repitieron medallas, con la húngara ganando el oro y la austriaca el bronce. Elek se retiró con una plata en Helsinki 1952, ya con 45 años. Preis con un séptimo puesto en Melbourne 1956, con 44.
La de Ilona Elek no fue la única victoria de un deportista judío en los Juegos Olímpicos de Berlín. También subieron a lo más alto del podio un par de integrantes de la selección húngara de waterpolo (que, por cierto, derrotó a Alemania en la final), y otro de la estadounidense de baloncesto. Y, en deportes individuales, el luchador húngaro Károly Kárpáti y el haltera austriaco Robert Fein. Pero por encima de todos ellos destacó otro esgrimista húngaro llamado Endre Kabos, que fue campeón olímpico por partida doble.
Kabos, de 29 años y nacido en Nagyvárad, la actual Oradea rumana, sí era un auténtico judío practicante. En los Juegos de Los Ángeles había ganado la medalla de bronce en sable individual y el oro por equipos, así que llegaba a Berlín como uno de los grandes favoritos. Y no defraudó, venciendo en la final individual de sable al italiano Gustavo Marzi y volviendo superar a los italianos junto a su selección en la prueba por equipos.
Durante la guerra Kabos fue internado en un campo de trabajos forzados para judíos. Mientras estuvo en cautiverio se dedicó a dar clases de esgrima a oficiales del Ejército húngaro. Su fama le permitió recibir un trato relativamente priviegiado. Su principal función era conducir una de las carretas que se utilizaban para transportar provisiones desde la capital. Murió el 4 de noviembre de 1944 en la explosión del puente Margarita. El puente, uno de los principales de Budapest, había sido minado por zapadores de la Wehrmacht con la intención de volarlo en cuanto el Ejército Rojo avanzase sobre la ciudad. A las 2 de la tarde del 4 de noviembre, cuando cientos de ciudadanos circulaban despreocupadamente sobre él, las cargas hicieron explosión por causas desconocidas. Murieron unos 600 civiles y 40 soldados alemanes.
El frustrado viaje de la llama olímpica a Japón
La primera vez que se encendió un pebetero en un estadio olímpico fue en Amsterdam 1928. Pero en aquella ocasión se trató de una llama “casera”, un simple añadido decorativo que pretendía recordar el fuego sagrado que ardía permanentemente (en honor a Prometeo, el héroe que había robado el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres) durante la celebración de los antiguos Juegos en el estadio de Olimpia. Fue ocho años después, en los Juegos Olímpicos de Berlín, cuando surgió toda la parafernalia del transporte en relevos del fuego sagrado desde Olimpia hasta la sede de los Juegos y del encendido solemne del pebetero durante la ceremonia de inauguración. El viaje de la llama comenzó el 20 de julio de 1936 y finalizó en el Estadio Olímpico de Berlín el 1 de agosto, el día de la apertura de los Juegos. Convertido en tradición, el ceremonial se ha mantenido en todos los Juegos (de Verano y de Invierno) transcurridos desde entonces. La fuerza simbólica del rito hizo olvidar que su estética y sus connotaciones neopaganas eran muy del gusto de los nazis. No se puede decir que tuviese una conexión directa con el nazismo, pero una ceremonia como aquella parece un claro producto del ambiente político-propagandístico del Tercer Reich. La idea original fue de Carl Diem, el presidente del Comité Organizador de los Juegos Olímpicos de Berlín y un reconocido teórico e historiador deportivo.
En julio de 1936 el Comité Olímpico Internacional otorgó los Juegos Olímpicos de verano de 1940 a Tokio. El COI recomendó que para los futuros Juegos se mantuviese el ceremonial del traslado de la llama sagrada, pensando en la ayuda que podría suponer para difundir el espíritu olímpico en regiones del planeta en los que el movimiento olímpico aún era muy poco conocido. Desde ese punto de vista, unos Juegos en Extremo Oriente representaban una gran oportunidad. Pero había un problema evidente: organizar un recorrido de relevistas desde Olimpia hasta Berlín era una tarea relativamente fácil, pero hacerlo a lo largo de los 10.000 kilómetros que separaban Grecia de Tokio parecía poco menos que inviable. Finalmente se recomendó mantener el traslado de la antorcha, aunque para ello se tuviese que recurrir a automóviles, aviones, o cualquier otro medio de transporte.
El comité organizador de los Juegos de Berlín ofreció su ayuda a sus homólogos japoneses e hizo varias recomendaciones sobre el traslado de la antorcha. Su primera propuesta, la más espectacular, consistía en organizar una travesía en relevos de corredores y jinetes por Próximo Oriente, Persia y Asia Central, siguiendo el itinerario de la milenaria Ruta de la Seda. Pero aquello implicaba que una parte importante del recorrido tendría que realizarse a través de China, lo que no hacía mucha gracia al gobierno japonés. En su lugar los japoneses plantearon que la antorcha podía ser transportada por un buque de guerra de la Marina Imperial, que haría escala en numerosos puertos a lo largo de su travesía.
Al final se optó por la solución más práctica: el fuego sagrado haría su viaje a Tokio en avión. Alemania se ofreció a desarrollar un aparato expresamente para aquel cometido. A partir del caza pesado Messerschmitt Bf 110, los ingenieros alemanes diseñaron un avión capaz de cubrir sin repostar los 10.000 kilómetros que había entre Europa y Japón. En aquella época habría supuesto el récord mundial de distancia en un vuelo sin escalas. El propio Hitler estaba entusiasmado con la propuesta. En su honor, el aparato fue denominado Messerschmitt Me 261 Adolfine. En 1939, cuando el COI retiró los Juegos a Tokio, se abandonó el proyecto, a pesar de que ya había comenzado la construcción de la primera unidad. Se reanudaría más tarde, durante la guerra, transformado en el desarrollo de un avión de reconocimiento marítimo de largo alcance. Llegó a completarse algún prototipo, aunque nunca entraron en servicio.
Pero los japoneses no estaban muy dispuestos a que Alemania se adjudicase el éxito propagandístico del traslado de la antorcha, máxime cuando ellos contaban ya con una alternativa probada: el Kamikaze, un Mitsubishi Ki-15 famoso por ser el primer avión de fabricación japonesa que había volado de Japón a Europa. La tarde del 6 de abril de 1937 el Kamikaze había despegado del aeródromo de Tachikawa, en Tokio, en un vuelo patrocinado por el diario Asahi Shimbun como parte de las celebraciones de la coronación de Jorge VI de Inglaterra. Haciendo numerosas escalas (Taipei, Hanoi, Vientiane, Calcuta, Karachi, Basora, Bagdad, Atenas, Roma y París), la tarde del 9 de abril aterrizó en el aeropuerto Croydon de Londres, Autoridades, periodistas, y una multitud de espectadores habían acudido a recibirles. Era la época de las grandes proezas de la aviación, en la que los aviadores que competían por batir récords de distancia o abrir rutas nunca intentadas hasta entonces eran tratados como estrellas del deporte. El Kamikaze había recorrido más de 15.000 kilómetros en un tiempo total de vuelo (sin contar las escalas) de 51 horas y 18 minutos. Sus dos tripulantes, el piloto Masaaki Iinuma y el navegante Kenji Tsukagoshi, fueron recibidos en su país como héroes nacionales. Iinuma, de 26 años, fue aclamado como “el Lindbergh japonés”.
El Comité Olímpico Japonés propuso utilizar el Kamikaze para el traslado de la antorcha desde Grecia, siguiendo una ruta similar a la de la travesía que le había hecho famoso. Sin duda era la opción con más posibilidades de ser elegida. Pero el fuego sagrado no llegaría a Tokio hasta los Juegos Olímpicos de 1964, un cuarto de siglo más tarde. En el verano de 1937, al estallar la guerra chino-japonesa, algunos países comenzaron a hacer campaña por el boicot a los Juegos. Finalmente, en 1939, temiendo un fracaso de participación, el COI decidió retirar la organización de los Juegos a Tokio y concedérsela a Helsinki. El comienzo de la guerra en Europa pocos meses después hizo que los Juegos de la XII Olimpiada se cancelasen definitivamente.
El piloto del Kamikaze, Masaaki Iinuma, sirvió como instructor de vuelo y piloto de pruebas del Ejército Imperial. Murió en combate en Indochina en diciembre de 1941. Kenji Tsukagoshi tampoco sobrevivió a la guerra. En 1943 formaba parte de la tripulación del prototipo Tachikawa Ki-77, un proyecto secreto de avión de gran autonomía con el que los japoneses pretendían establecer comunicación aérea con sus aliados alemanes. En su primer vuelo con rumbo a Europa el Ki-77 desapareció cuando sobrevolaba el océano Índico. Nunca se encontraron sus restos.
Los últimos soldados del Reich
El 23 de mayo de 1945, casi tres semanas después del final de la guerra en Europa, un pequeño barco de pesca francés fondeó en Les Minquiers, un grupo de islotes deshabitado y de soberanía británica situado al sur de las islas Anglonormandas. Un soldado alemán, perfectamente uniformado y armado, se presentó ante los pescadores y se dirigió al patrón de la embarcación diciendo: “Los británicos se han olvidado de nosotros, tal vez nadie en Jersey les dijo que estábamos aquí. Quiero que nos lleves a Inglaterra, nos queremos rendir”. La guarnición alemana en Jersey y en el resto del archipiélago (el único territorio británico ocupado por los alemanes durante la guerra) se había rendido el 9 de mayo.
Hubo otras rendiciones mucho más tardías. El final de la guerra sorprendió al submarino U-530 patrullando las costas orientales de Norteamérica. Al conocer la noticia, el comandante del sumergible, el teniente Otto Wermuth, optó por poner rumbo a Argentina, el más “amistoso” de los países enemigos (forzado por las presiones estadounidenses, Argentina había declarado la guerra a Alemania pocas semanas antes). El 10 de julio el U-530 apareció frente al puerto de Mar del Plata. El teniente Wehrmuth se comunicó con las autoridades portuarias por medio de señales luminosas para ofrecer su rendición. La tripulación destruyó toda la documentación, armamento y equipo secreto del buque antes de entregarlo a los argentinos. Más de un mes después, el 17 de agosto, un segundo u-boote se rindió en Mar del Plata. Se trataba del U-977, un submarino del Tipo VII-C al mando del capitán Heinz Schäffer. Habían hecho una larga travesía desde aguas noruegas, donde se encontraban cuando les llegó la noticia de la rendición alemana. Tras someterlo a votación, la tripulación decidió dirigirse a Argentina. Antes de partir se permitió que un tercio de los tripulantes, que no estaban de acuerdo con la decisión, desembarcasen en Noruega.
Pero tampoco fueron ellos los últimos militares alemanes en rendirse. Ese honor corresponde a los once hombres que operaban una estación meteorológica situada en la isla deshabitada de Nordaustlandet (“Tierra del Nordeste” en noruego), en el archipiélago de las Svalbard. Desde septiembre de 1944 aquella pequeña guarnición, formada por hombres de la Wehrmacht y la Kriegsmarine y al mando de un oficial del Ejército, geógrafo, geólogo y experto en regiones polares, el teniente Wilhem Dege, había permanecido allí oculta, enviando regularmente informes meteorológicos a Alemania. En mayo de 1945 se enteraron por emisoras de radio noruegas de la muerte de Hitler y del final de la guerra. Después de destruir todo el material no imprescindible para su subsistencia, se pusieron en contacto con los noruegos informando de su posición. Nunca recibieron respuesta. Parecía que el mundo entero se había olvidado de ellos. Continuaron con su rutina de trabajo, confeccionando sus informes y radiándolos a Berlín, más como una forma de mantenerse ocupados que porque pensasen que podían ser de utilidad para alguien. Al fin, a comienzos de septiembre de 1945 un barco noruego de pesca de focas recibió la orden de dirigirse a recogerles. Cuando llegaron los noruegos, el teniente Dege se rindió al patrón del pesquero, el capitán Albersen, entregándole su pistola. Albersen aceptó la rendición, y, un poco confuso por la solemnidad de la ceremonia, lo único que acertó a decir fue si podía quedarse con el arma de recuerdo.
Estación Polar Kurt
Para hacer pronósticos meteorológicos fiables, un elemento vital en la planificación de las operaciones militares, los dos bandos enfrentados en Europa y el Atlántico necesitaban tener acceso a datos recogidos en las regiones en las que se formaban los frentes, lo más al norte posible. En la “guerra meteorológica” la ventaja era de los aliados, que tenían en su poder la mayor parte de aquellas regiones y disponían libremente de la información recogida por las estaciones situadas en ellas. Al principio del conflicto los meteorólogos alemanes tuvieron que conformarse con las lecturas recogidas por submarinos, buques de superficie o aviones especialmente equipados para esa labor. Pero todos aquellos medios eran insuficientes. Los aviones estaban muy limitados por su autonomía, los buques de superficie eran enormemente vulnerables, y los comandantes de submarino eran reacios a ponerse en riesgo radiando regularmente informes meteorológicos a Alemania. La conquista de Noruega dio a Alemania una salida al Ártico, lo que fue aprovechado para instalar estaciones meteorológicas en las proximidades del Círculo Polar, incluyendo estaciones clandestinas en territorio enemigo.
Para poder realizar las mediciones sin necesidad de desplazar equipos meteorológicos a regiones controladas por el enemigo, la compañía Siemens desarrolló una estación automática, la WFL (Wetter-Funkgerät Land). Contaba con un equipo de radio de 150 watios de potencia y una gran variedad de instrumentos de medición, todo ello metido en un contenedor cilíndrico de metro y medio de diámetro y unos cien kilos de peso. El contenedor estaba unido a un mástil de diez metros de altura para la antena de radio y otro más pequeño para el anemómetro y la veleta. Cada tres horas el sistema hacía una transmisión de dos minutos con las lecturas que habían recogido sus instrumentos. La estación estaba alimentada por un número variable de baterías, albergadas en contenedores de igual tamaño que el de los equipos. Su tiempo de funcionamiento dependía de la cantidad de baterías que se instalasen, aunque estaba pensada para operar de forma automática durante varios meses.
Siemens fabricó un total de veintiséis estaciones WFL. La mayor parte de ellas se desplegaron en las regiones árticas al norte de Escandinavia, el archipiélago noruego de Svalbard, el soviético de la Tierra de Francisco José, y Groenlandia. También se decidió instalar una en el continente americano, en el norte de lo que hoy es Canadá, a pesar del riesgo que suponía transportarla hasta allí.
El 18 de septiembre de 1943 el U-537, un submarino alemán del Tipo IX-C, zarpó de Kiel al mando del Kapitänleutnant (teniente de navío) Peter Schrewe y con una tripulación de 48 hombres. Además llevaba a bordo a dos meteorólogos, el doctor Kurt Sommermeyer y su ayudante Walter Hildebrandt, y una carga muy especial, la estación WFL-26, conocida con el nombre en clave de “Kurt”. Tras unos días de estancia en el puerto noruego de Bergen, el 30 de septiembre el U-537 partió en su primera patrulla de combate. La travesía fue muy accidentada. A causa de una fuerte tormenta el submarino sufrió daños en sus tanques de lastre y perdió su armamento antiaéreo, por lo que se vio obligado a navegar siempre en superficie y no habría tenido ninguna defensa en el caso de que hubiese sido descubierto por la aviación enemiga.
El 22 de octubre el U-537 llegó a la bahía de Martin, cerca de la punta nordeste de la península del Labrador, un inhóspito lugar que no era visitado ni por los inuit. Tan pronto como echó el ancla, un grupo de reconocimiento desembarcó con la misión de buscar una ubicación adecuada para la estación meteorológica. Encontraron un buen lugar unos 400 metros tierra adentro. Sin perder un instante, el doctor Sommermeyer, su ayudante y diez marineros comenzaron a trabajar en el traslado y el montaje del equipo. Todo el material tuvo que ser desembarcado en botes de goma y transportado a mano. Mientras, el resto de la tripulación se dedicaba a reparar los daños en el submarino.
Los alemanes tomaron algunas medidas para “camuflar” la estación. Rotularon el contenedor con el nombre de un inexistente “Canadian Meteor Service” (aunque estaban en Terranova, que en aquella época era una colonia británica y aún no formaba parte de Canadá), y dejaron en los alrededores cajetillas vacías de cigarrillos americanos. Así, si por casualidad alguien se topaba con ella, no sospecharía de su procedencia. Cuando terminaron la instalación, el doctor Sommermeyer hizo las comprobaciones finales y regresaron al submarino.
En el mes de octubre y a latitudes tan altas las horas de luz eran ya escasas. Pese a ello, los hombres del U-537 tardaron poco más de un día en completar las reparaciones en el submarino. El capitán Schrewe dio la orden de zarpar en cuanto estuvieron listos. Habían permanecido en la bahía de Martin apenas 28 horas. Terminaba así la única operación militar alemana en la América continental de toda la Segunda Guerra Mundial (sin contar los desembarcos de saboteadores).
El U-537 se dirigió entonces a la zona de los Grandes Bancos de Terranova para completar su patrulla de combate. El 31 de octubre fue atacado con cohetes por un Lockheed Hudson de la RCAF, sin consecuencias. El 10 de noviembre fue localizado y atacado con cargas de profundidad por un hidroavión de patrulla marítima Catalina frente al cabo Race, en el sureste de Terranova. Al día siguiente otro Catalina canadiense lanzó cuatro cargas contra el sumergible, dañándolo ligeramente. A la caza se unieron varios buques de superficie, pero el U-537 logró escabullirse. El sumergible llegó el 8 de diciembre al puerto francés de Lorient, después de una accidentada patrulla de más de dos meses en la que no había conseguido hundir ningún barco enemigo y había sobrevivido a tres ataques aéreos. El año siguiente el U-537 fue destinado al Lejano Oriente. El 11 de noviembre de 1944 fue hundido en el mar de Java por el submarino estadounidense Flounder. No hubo supervivientes.
La estación Kurt estuvo unas pocas semanas en funcionamiento. Un año después se preparó una misión para sustituirla. En septiembre de 1944 el submarino que transportaba la nueva WFL, el U-867, fue hundido al noroeste de Bergen por cargas de profundidad lanzadas por un B-24 Liberator de la RAF. Después de aquello no hubo más intentos de instalar estaciones meteorológicas en el continente americano.
Durante décadas la estación Kurt permaneció olvidada. En 1977 los integrantes de una expedición arqueológica se toparon con ella, pero la tomaron por una instalación militar canadiense. A finales de los 70 un ingeniero jubilado de Siemens llamado Franz Selinger, que estaba escribiendo una historia de la compañía, encontró documentación sobre la estación instalada en el Labrador y se puso en contacto con el Departamento de Defensa canadiense para confirmar la historia. Era la primera noticia que tenían los canadienses de Kurt. En 1981 el historiador del Departamento de Defensa Alec Douglas organizó una expedición a Martin Bay en un rompehielos de la Guardia Costera. Allí encontró la estación, casi intacta. Fue desmontada y trasladada al Museo de la Guerra de Otawa, donde se exhibe desde entonces.
Rockall, la última conquista del Imperio Británico
A comienzos de la década de los 50 el Ejército de los Estados Unidos y un consorcio de empresas privadas norteamericanas desarrollaron conjuntamente el primer misil de crucero con capacidad nuclear, el MGM-5 Corporal. En 1954 el gobierno del Reino Unido eligió el Corporal como vector de lanzamiento principal de sus fuerzas nucleares tácticas, convirtiéndolo en el primer misil guiado estadounidense vendido a una potencia extranjera. Para poner a prueba las capacidades de su nueva arma, el Ejército británico construyó una base de lanzamiento en la remota isla escocesa de Benbecula, en las Hébridas Exteriores, y una estación de radar en el minúsculo y aún más remoto archipiélago de San Kilda, 65 kilómetros al oeste. Los misiles eran disparados hacia objetivos imaginarios en medio del océano, lejos de las rutas de navegación habituales, y su trayectoria monitorizada por los radares situados en San Kilda. Allí, en el extremo norte británico, podían realizar los ensayos libres de miradas indiscretas, aunque de vez en cuando algún barco pesquero soviético era descubierto navegando por aguas sospechosamente próximas al área de pruebas.
Fue la necesidad de garantizar el secreto de sus pruebas armamentísticas, exagerada por la paranoia típica de los comienzos de la Guerra Fría, lo que llevó al gobierno británico a tomar la decisión de ordenar, por última vez en su historia (al menos hasta el día de hoy), una operación militar con el objetivo de anexionarse un territorio.
La isla de Rockall es un diminuto peñón situado en medio del océano, casi a mitad de camino entre Islandia y las islas Británicas. El lugar habitado más cercano es North Uist, una isla del archipiélago de las Hébridas Exteriores, a 370 Km de distancia. No es más que una roca de paredes casi verticales, el pico de un volcán extinto, que sobresale del mar hasta una altura de 23 metros. El islote está continuamente azotado por las olas, en una región del Atlántico Norte en la que el mal tiempo es habitual, y la única vida que alberga es una pequeña colonia de aves marinas. Los militares británicos temían que a los soviéticos se les ocurriese instalar allí un puesto de observación para espiar sus ensayos de misiles, así que decidieron adelantarse a ellos y ocupar la isla.
Rockall, un trozo de roca perdido en el Atlántico:
El 14 de septiembre de 1955 la reina Isabel II autorizó por escrito la operación. Sus órdenes eran:
”A la llegada a Rockall efectuarán un desembarco e izarán la bandera de la Unión sobre el lugar que les parezca más factible o conveniente, y a continuación, tomarán posesión de la isla en Nuestro nombre.”
La misión fue encomendada al buque de investigación oceanográfica HMS Vidal. Casualmente, el barco había sido bautizado con ese nombre en honor a Alexander Thomas Emeric Vidal, cartógrafo y oficial de la Royal Navy del siglo XIX, que, entre otras cosas, había sido el autor de la primera descripción conocida de Rockall.
El buque oceanográfico Vidal:
El Vidal llegó a Rockall al día siguiente,.pero una vez allí se vieron obligados a esperar varios días a que mejorasen las condiciones meteorológicas. El oleaje hacía muy peligroso el desembarco en el peñón desde un bote, y los fuertes vientos no permitían las operaciones con el helicóptero del buque. Al fin, la mañana del 18 de septiembre de 1955 el helicóptero Westland Dragonfly, pilotado por el comandante Ronald "Tubby" Leonard, pudo transportar hasta el islote a cuatro hombres: dos Royal Marines, el sargento Brian Peel y el cabo Alexander A. Fraser, un civil (aunque también ex-marine), el naturalista James Fisher, y un oficial de la Royal Navy, el lieutenant commander (rango británico equivalente a capitán de corbeta) Desmond Scott. El radio de las palas del rotor era demasiado grande como para intentar aterrizar o tan siquiera aproximarse a la roca, por lo que el comandante Leonard se vio obligado a llevar a los miembros del grupo de desembarco uno a uno, colgados de un arnés, y dejarles en la única superficie relativamente plana de la isla, una pequeña cornisa situada unos tres metros por debajo de la cumbre, conocida como “saliente de Hall” (llamada así en recuerdo del capitán Basil Hall, el primer marino británico que desembarcó en Rockall, en 1811).
Los hombres que desembarcaron en el islote, en una fotografía tomada desde el helicóptero, en la que se puede ver el poco espacio que tuvieron para el aterrizaje:
El sargento Peel fue el primero en aterrizar. Era la primera persona que pisaba Rockall desde hacía un siglo. Peel era un experto escalador. A petición de Fisher, descendió hasta el nivel del agua para recoger algunas muestras de algas. Tuvo que volver a subir precipitadamente, asustado por la fuerza con la que rompían las olas en el peñón. El capitán Scott fue el encargado de izar la Union Jack en lo alto del islote, mientras Fisher inmortalizaba el histórico momento con su cámara. A continuación fijaron en la roca una placa de bronce con la inscripción:
Por la autoridad de Su Majestad la Reina Isabel II, por la Gracia de Dios del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y de los otros reinos y territorios de la Reina, Cabeza de la Commonwealth, Defensora de la Fe, y de acuerdo con las instrucciones de Su Majestad fechadas el día 14 de septiembre de 1955, el día de hoy se ha efectuado un desembarco en esta isla de Rockall desde el HMS Vidal. La bandera de la Unión ha sido izada y se ha tomado posesión de la isla en nombre de Su Majestad.
RH Connell, capitán , HMS Vidal, 18 de septiembre de 1955.
En la actualidad la placa ya no está donde la dejaron. No se sabe si fue víctima de las inclemencias del tiempo o si se la llevó de recuerdo alguno de los pocos visitantes que ha tenido Rockall desde entonces.
El capitán Scott iza la bandera británica en el peñón, con el cabo Fraser a su derecha:
El 21 de septiembre de 1955 el Reino Unido hizo el anuncio oficial de la anexión del islote deshabitado de Rockall. En un momento en el que el Imperio Británico estaba desintegrándose a una velocidad sorprendente, cuando muchas de sus colonias ya habían obtenido la independencia y otras no iban a tardar en hacerlo, la noticia de aquella aventura “imperial” fue recibida con burlas generalizadas por la mayor parte de la prensa y la opinión pública.
Al final la URSS nunca mostró el menor interés por Rockall, y no hay ninguna prueba de que los soviéticos se hubiesen planteado alguna vez ocuparlo o utilizarlo para operaciones de espionaje o para cualquier otro uso. Parece por tanto que los temores británicos eran infundados y no había motivo alguno para la anexión. Pero, aunque su valor militar fuese nulo, con los años el islote ha acabado teniendo una enorme importancia estratégica. Hoy casi nadie discute la soberanía británica de Rockall, que administrativamente forma parte del concejo escocés de las Hébridas Exteriores. Otra cosa son sus aguas circundantes. La posesión del islote ha servido al Reino Unido para reclamar como zona económica exclusiva una enorme extensión de océano en torno al peñón. La plataforma continental sobre la que se asienta podría ser rica en yacimientos de petróleo y minerales, y el gobierno británico afirma tener los derechos sobre todos los recursos que pudiera contener el lecho marino. Las reclamaciones británicas chocan con las de los países “vecinos”, Irlanda, Islandia y Dinamarca (este último en nombre de las islas Feroe), que niegan esos derechos y reclaman para sí mismos parte de ellos.
En 1997 la organización ecologista Greenpeace ocupó Rockall en protesta por las prospecciones petrolíferas británicas en la zona. Proclamaron su independencia como un nuevo estado con el nombre de Waveland (“Tierra de Olas”). El gobierno británico respondió con una absoluta indiferencia y se limitó a conceder a los activistas un permiso para permanecer en el islote. Fue entonces cuando se batió el récord de permanencia en el peñón: 42 días consecutivos. Se calcula que no llegan a veinte los desembarcos habidos en Rockall en toda la historia.
Cuando el Reino Unido propuso a Francia la unión de ambos países en una sola nación
Estos últimos días se ha hablado mucho de las concesiones que el gobierno británico ha obtenido de las autoridades europeas para convencer a sus ciudadanos de que voten por la permanencia en la UE en el referéndum que se va a celebrar dentro de unos meses. Una buena parte de los comentarios que he leído y escuchado se refieren al poco compromiso con el proyecto europeo que han tenido históricamente los británicos. Siendo eso cierto (y nada criticable, al menos desde el punto de vista de un antieuropeísta como yo), también se pueden encontrar momentos en la historia en los que los británicos abandonaron sus sentimientos "aislacionistas" para buscar la unión con otros pueblos del continente. Uno de aquellos momentos fue en plena Segunda Guerra Mundial, cuando el gobierno presidido por Winston Churchill ofreció a Francia la constitución de una Unión Franco-Británica que convertiría ambas naciones en una sola.
A mediados de junio de 1940 la situación de Francia era desesperada. Los ejércitos alemanes habían destrozado sus defensas y avanzaban en todas direcciones sin encontrar apenas resistencia. El gobierno francés, que se había trasladado al sur, a Burdeos, huyendo del avance enemigo, estaba dividido entre los partidarios de continuar la lucha desde las colonias y los que estaban dispuestos a solicitar el armisticio para salvar todo lo salvable. En un último intento por evitar la capitulación francesa, el gobierno británico propuso que Gran Bretaña y Francia se uniesen en una sola nación. La Unión Franco-Británica tendría una única ciudadanía y políticas de defensa, exterior, financiera y económica comunes.
En realidad el padre de la idea fue un francés, Jean Monnet, que por entonces ocupaba el cargo de presidente del Comité Franco-Británico de Compras de Armamentos. El 14 de junio, durante una reunión celebrada en Londres, explicó su plan a Lord Halifax, el ministro de Asuntos Exteriores británico. Al día siguiente Monnet se ganó para la causa a Charles de Gaulle, viceministro de Defensa, que había llegado a Londres con la misión de presionar al gobierno británico para que enviase a Francia toda la ayuda posible. Por tanto, en esos momentos De Gaulle era el máximo representante del gobierno francés en el Reino Unido. Tanto él como Monnet eran conscientes de que la batalla de Francia estaba perdida y que Churchill no aceptaría comprometer más fuerzas en una derrota segura, así que ambos vieron la propuesta de federación como la única posibilidad de continuar la lucha.
Curiosamente, los dos hombres que poco tiempo más tarde acabarían convertidos en símbolos del espíritu de lucha por la independencia de sus respectivas naciones, Winston Churchill y Charles de Gaulle, coinciden en no reconocer el papel de Monnet en esta historia. En sus memorias, De Gaulle se olvida incluso de su propia participación y zanja el tema presentándolo poco menos que como una absurda ocurrencia de Churchill. Éste, por su parte, aunque menciona las reuniones con Monnet, viene a decir que en ellas el único interés del francés había sido implorar la ayuda británica y da a entender que fue su gobierno el promotor de la idea.
Churchill cuenta en sus memorias que el 16 de junio recibió la visita de Monnet y De Gaulle. Según él, Monnet le pidió la ayuda de la RAF en la batalla de Francia (ayuda que él le negó) y le habló de transferir a Gran Bretaña los contratos que Francia había firmado para fabricar municiones en Estados Unidos. A continuación Churchill pasa a hablar de la reunión del consejo de ministros de aquella misma tarde en la que se debatió la propuesta de Unión Franco-Británica, pero lo hace sin vincularla a la visita previa de los representantes franceses. De hecho, afirma que fue su gobierno el que había desarrollado la propuesta “unos días antes”.
Aunque Churchill ya hubiese tenido conocimiento de ella a través de Halifax, lo lógico es suponer que en la entrevista del día 16 Monnet y De Gaulle presentaron la propuesta de unión al primer ministro británico. Inmediatamente después éste convocó una reunión de su gobierno para debatir la cuestión. Tras dos horas de discusión, en las que hubo que convencer a varios de sus miembros que se mostraban reticentes, el gobierno británico aprobó el plan y redactó una declaración. Sin perder un instante, De Gaulle telefoneó al primer ministro francés, Paul Reynaud, y le leyó el texto:
“Los dos gobiernos del Reino Unido y la República Francesa hacen la declaración de unión indisoluble y la resolución inflexible en su defensa común de la justicia y la libertad contra el sometimiento a un sistema que reduce la humanidad a una vida de autómatas y esclavos. Los dos gobiernos declaran que Francia y Gran Bretaña nunca más serán dos naciones, sino una Unión Franco-Británica. Todos los ciudadanos de Francia van a disfrutar de inmediato de la ciudadanía de Gran Bretaña; cada ciudadano británico se convertirá en un ciudadano de Francia. Todas las fuerzas armadas de Gran Bretaña y Francia serán colocadas bajo la dirección de un único gabinete de guerra”.
Reynaud necesitaba desesperadamente la declaración para acudir con ella a su propio consejo de ministros. Aquella mañana, su viceprimer ministro, el anciano mariscal Pétain, había amenazado con la dimisión si el gobierno francés no pedía inmediatamente el armisticio. La llamada de Londres llegó a tiempo para la segunda reunión del día, prevista para las cinco de la tarde. El primer ministro contaría con una última baza para enfrentarse a la mayoría partidaria de la capitulación.
Al comienzo de la reunión Reynaud leyó la declaración a sus ministros, se manifestó totalmente a favor y explicó que había concertado una entrevista con Churchill en persona para discutir los detalles. La propuesta no llegó a someterse a votación. Los partidarios del armisticio, encabezados por el mariscal Pétain, la rechazaron de plano sin tan siquiera planteársela. Afirmaban que no era más que una jugada británica para hacerse con el imperio colonial francés y que relegaba a Francia a la inaceptable condición de dominio británico. Y no solo eso: dando por hecho que la derrota de Gran Bretaña era también cuestión de semanas, aquella unión, en palabras de Pétain, habría sido como “fusionarse con un cadáver”. Churchill escribió en sus memorias: “Pocas veces una propuesta tan generosa encontró una recepción tan hostil”. Aparte de Reynaud, la única intervención favorable a la Unión que recoge Churchill fue la de Georges Mandel, ministro del Interior, que preguntó a sus colegas: “¿Les parece mejor ser una región alemana que un dominio británico?” (supongo que aquí hay que entender “dominio” con el significado de Dominio del Imperio Británico, lo que equivalía a un territorio en la práctica independiente, como lo eran Canadá o Australia).
Reynaud tuvo que rendirse ante la aplastante mayoría de los opositores a continuar la lucha. Al haber firmado un acuerdo con Gran Bretaña por el que se comprometía a no negociar por separado un armisticio, no podía ser él quien solicitase la paz a Alemania. El primer ministro dimitió recomendando para el puesto al mariscal Pétain. El héroe de Verdún parecía la persona con más fuerza y autoridad moral para negociar el armisticio y salvar todo lo posible de la derrota. Así, el proyecto de Unión Franco-Británica quedó olvidado. A las once y media de la noche concluyó la tormentosa reunión. Francia tenía nuevo gobierno, encabezado por Pétain, cuya primera misión iba a ser entablar negociaciones de paz con Hitler. Aquella misma madrugada el nuevo primer ministro se puso en contacto con el embajador español para que actuase como mediador.
Lo cierto es que son comprensibles las suspicacias de los franceses. Por muy generosa que considerase Churchill la propuesta, con la Francia metropolitana ocupada por el enemigo la unión difícilmente habría sido en un plano de igualdad. Pero la auténtica razón de su negativa era otra. Los británicos buscaban por encima de todo que sus aliados no abandonasen la lucha, pero muchos en Francia, en el gobierno y fuera de él, habían decidido ya que lo mejor para su país era buscar la colaboración con los nuevos amos de Europa. Pétain no tardó en instaurar una dictadura de corte fascista. Reynaud fue detenido y entregado a los alemanes, que le mantuvieron prisionero hasta el final de la guerra. Finalmente los vencedores fueron los que optaron por no rendirse y continuar combatiendo, encabezados por Charles de Gaulle. Pétain, convertido en una vergüenza para su país por su régimen colaboracionista con el invasor, fue condenado a muerte, aunque su pena sería más tarde conmutada por la de cadena perpetua.
Jean Monnet, europeísta convencido, dedicó su vida a buscar la unión de los Estados del continente. Fue uno de los fundadores del Consejo de Europa y de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, y hoy está considerado como uno de los padres de la Unión Europea.
Será por papel...
Siguiendo con Operation Petticoat, al comienzo de la película se ve cómo un suboficial se queja amargamente al capitán del submarino (el personaje que interpreta Cary Grant) de que sus reiteradas solicitudes de papel higiénico son rechazadas por la burocracia de la Marina (en otro momento el mismo personaje afirma que "el único pedido que han atendido es el pedido de más impresos para pedidos"). Pues esta es otra de las anécdotas que se incluyeron en el guión de la película basadas en hechos reales. Su protagonista auténtico fue el capitán James Wiggins Coe, considerado uno de los mejores comandantes de submarino de la US Navy, que cuando estaba al mando del USS Skipjack tuvo que librar una pequeña batalla epistolar con el departamento de suministros del Arsenal Naval de Mare Island a cuenta del papel higiénico.
El capitán Coe había escrito varias veces al encargado de suministros de la base quejándose de la falta de papel higiénico en su buque, recibiendo la inexplicable respuesta de que su solicitud era rechazada porque el material que reclamaba había sido considerado “equipamiento desconocido”. Coe escribió entonces una carta en la que incluía “una muestra del material deseado”, para ayudar al personal del almacén a identificarlo correctamente, y la explicación de que su tripulación estaba utilizando como sustituto la gran cantidad de papeleo burocrático inútil que llegaba continuamente al submarino, una medida que, con el fin de contribuir al esfuerzo bélico de la nación con un pequeño sacrificio, pensaba mantener hasta el final de la guerra.
El submarino colorado
El 10 de diciembre de 1941, el tercer día de la guerra en el Pacífico, la aviación japonesa lanzó un raid aéreo contra el Arsenal Naval de Cavite, en la bahía de Manila, la mayor base de mantenimiento de la US Navy en el Pacífico occidental. En ese momento se encontraban allí, amarrados uno junto al otro, el Seadragon y el Sealion, dos submarinos gemelos de la clase Sargo. Durante el ataque el Sealion recibió el impacto de dos bombas. Murieron cuatro tripulantes, y los daños en el sumergible fueron tan graves que se descartó su reparación. Dos semanas más tarde fue destruido con cargas de demolición para evitar que fuese capturado por los japoneses, que estaban ya a las puertas de Manila. El Seadragon, aunque no recibió ningún impacto directo, también se vio afectado por las explosiones en el buque amarrado a su costado. Parte del puente quedó destruido, murió un tripulante y cinco resultaron heridos. La metralla provocó daños menores en los tanques de lastre, y el calor del incendio del Sealion hizo que se levantasen ampollas en la pintura negra que recubría su casco.
El personal de Cavite realizó las reparaciones de urgencia necesarias para que el Seadragon pudiese zarpar cuanto antes. La noche del 16 de diciembre el submarino dejó el puerto al mando del teniente John G. Johns y con una tripulación de cincuenta y cinco hombres. Acompañado por el destructor Bulmer, el Seadragon se dirigió al sur, navegando a través de los mares de Sulú y las Célebes, hasta llegar a Soerabaja (la actual Surabaya, en la isla de Java), la principal base de la Marina holandesa en las Indias Orientales. Allí el sumergible fue sometido a reparaciones más a fondo. Era evidente que necesitaba una mano de pintura para restaurar los desperfectos que había causado el fuego, pero se decidió que había que dar prioridad a otros trabajos más necesarios. La pintura podía esperar.
El 30 de diciembre el Seadragon zarpó de Soerabaja en su primera patrulla de combate. Se dirigió a aguas del mar de China Meridional para operar contra el tráfico naval japonés a lo largo de las costas de Indochina. El 10 de enero de 1942 el submarino estadounidense tuvo su primer encuentro con buques enemigos. Persiguió durante horas un convoy japonés, lanzando varios torpedos sin éxito, y tuvo que zafarse de un destructor que lo atacó con cargas de profundidad. Dos días después avistó un nuevo convoy formado por seis barcos. Cuando había iniciado las maniobras de aproximación y estaba buscando una buena posición de disparo, fue descubierto por un avión japonés. Tuvo que renunciar al ataque y sumergirse a gran profundidad para ocultarse. Horas más tarde el capitán ordenó emerger para hacer una inspección y descubrir qué era lo que les había delatado. Esperaban encontrar alguna pérdida de aire o aceite que hubiese podido dejar un rastro de burbujas o manchas en la superficie. En cambio, lo que vieron cuando salieron al exterior les dejó con la boca abierta: gran parte de la pintura se había desprendido del casco del submarino, dejando a la vista la capa inferior de minio, un material de un llamativo color rojo que se aplicaba directamente sobre el metal para protegerlo de la corrosión.
Pintado de rojo, el Seadragon era visible desde millas de distancia cuando navegaba en superficie. Y desde el aire, también a profundidad de periscopio o incluso a profundidades mayores. A partir de ese momento, siempre que hubiese la más mínima sospecha de amenaza aérea, el submarino se sumergía a gran profundidad para ocultarse. Pero aquel contratiempo no les hizo abandonar su misión. Continuaron tres semanas más patrullando en aguas enemigas. El 16 de enero fueron de nuevo descubiertos y atacados con cargas por un avión de patrulla marítima. Una semana más tarde otro avión les obligó a retirarse cuando habían iniciado el ataque a un convoy.
La mañana del 2 de febrero el Seadragon descubrió un convoy de cinco barcos en el golfo de Lingayen. Uno de sus torpedos alcanzó al Tamagawa Maru, un transporte militar de 6.441 toneladas de desplazamiento. El hundimiento del Tamagawa Maru y la pérdida de todo el material que transportaba supuso un duro golpe para las fuerzas de invasión japonesas en las Filipinas.
La noche del 5 de febrero el Seadragon burló el bloqueo japonés y fondeó en la península de Batán, el único territorio de la región de Manila que aún estaba en manos estadounidenses. Después de embarcar suministros, el submarino permaneció posado en el fondo hasta la noche siguiente, cuando se dirigió a la vecina isla de Corregidor para evacuar a un grupo de veinticinco hombres, en su mayor parte expertos criptoanalistas. A continuación el sumergible abandonó la bahía y puso rumbo a Soerabaja. Así finalizaba la primera patrulla del Seadragon. Desde entonces hasta el final de la guerra completaría otras once, ya pintado de un color más convencional.
Años después la historia del Seadragon sirvió de inspiración para una famosa película. Operation Petticoat (literalmente “Operación Enaguas”, aunque en España se tituló Operación Pacífico) es una comedia de 1959 protagonizada por Cary Grant y Tony Curtis. Narra las peripecias del Sea Tiger, un ficticio sumergible de la US Navy, en los primeros días de la Segunda Guerra Mundial. En la película el submarino es hundido en el ataque aéreo a Cavite y reflotado posteriormente. Debido a la escasez de pintura de imprimación, su tripulación tiene que hacer una mezcla con dos tipos distintos, de colores rojo y blanco, dando como resultado un bonito tono rosado. Un nuevo ataque les obliga a zarpar apresuradamente antes de aplicar la capa de pintura gris definitiva. Así, el Sea Tiger se dirige a la batalla con el casco pintado enteramente de rosa.
En el guión se incluyeron otras anécdotas protagonizadas por distintos submarinos estadounidenses en el Pacífico. Por ejemplo, el momento en el que el Sea Tiger torpedea por accidente un muelle y “hunde” un camión está basado en un hecho real: le ocurrió al Bowfin en Okinawa, en julio de 1944. Un elemento fundamental de la trama, la presencia de mujeres en el submarino, se inspira en la evacuación de Corregidor a Australia de un grupo de enfermeras del Ejército a bordo del Spearfish en mayo de 1942.
Operación K, el segundo ataque japonés a Pearl Harbor
El Kawanishi H8K (“Emily”, según la nomenclatura aliada) era un modelo de hidroavión cuatrimotor japonés de gran autonomía, capaz de volar en velocidad de crucero más de 7.000 kilómetros sin repostar. Diseñado para misiones de reconocimiento de larga distancia, se le había dotado también de enganches para torpedos bajo sus alas y una capacidad de carga de hasta 2.000 Kg de bombas convencionales. Aquellas posibilidades ofensivas, unidas a un poderoso armamento (cinco cañones de 20 mm y cinco ametralladoras de 7´7 mm) y a un blindaje que lo hacía difícil de derribar, lo convertía además en una aeronave ideal para realizar incursiones contra puertos enemigos.
El H8K fue desarrollado como sustituto del Kawanishi H6K, el hidroavión utilizado en la Marina Imperial para labores de patrulla marítima de largo alcance. Considerablemente mayor que su predecesor, su autonomía y su polivalencia lo hacía superior no solo al resto de hidros japoneses, sino a cualquier otro que estuviese en servicio en el resto de Armadas del mundo. El primer vuelo de prueba tuvo lugar el 31 de diciembre de 1941, con resultados más que esperanzadores. Poco después la Nippon Kaigun dio el visto bueno a su fabricación.
Los estrategas de la Marina Imperial estaban impacientes por poner a prueba las capacidades de sus nuevos hidroaviones de largo alcance. No les costó mucho elegir el objetivo de su primera misión. Después del ataque a Pearl Harbor, los japoneses no habían tenido forma de obtener ninguna información fiable sobre el estado real en el que habían quedado las instalaciones navales y los aeródromos de Oahu. Si querían hacerse una idea de la capacidad de combate de la US Navy en el Pacífico, necesitaban conocer la marcha de los trabajos de reparación y hasta qué punto la base naval de Pearl Harbor estaba operativa.
Cuando la idea estaba tomando forma, alguien propuso que los aparatos llevasen una carga de bombas y las lanzasen sobre la base naval. Así, lo que en un principio se ideó como una simple misión de reconocimiento acabó convertido en un proyecto de raid aéreo nocturno. El plan definitivo consistía en un bombardeo a cargo de una fuerza de cinco Kawanishi H8K. Su objetivo principal sería el muelle Ten-Ten (llamado así, “diez-diez”, por sus 1.010 pies de longitud), el dique seco más grande del puerto. Sobre el papel era un plan muy ambicioso, pero a la hora de ponerlo en práctica se encontraron con un “pequeño” inconveniente: en la fecha fijada para el ataque, comienzos de marzo de 1942, solo estarían disponibles dos aparatos. De hecho, se trataba de dos prototipos de pre-producción, que no contaban ni con el armamento ni con el blindaje de la versión definitiva que saldría de las factorías de Kawanishi. El Alto Mando japonés estaba obligado a escoger entre aplazar la operación o llevarla a cabo con los aviones disponibles en ese momento. Optaron por lo segundo. En cierto modo se trataba de un ensayo: si todo salía bien, aquella sería solo la primera de una serie de misiones de bombardeo realizadas por una flota más numerosa de hidros H8K.
El prototipo Nº2 del Kawanishi H8K1, uno de los aparatos que participaron en el raid contra Pearl Harbor, en una fotografía de febrero de 1942:
Las tripulaciones fueron escogidas entre los miembros del Yokohama Kaigun Kokutai, una unidad de hidroaviones de la Marina Imperial que en los primeros días de la guerra ya había realizado operaciones de bombardeo sobre Wake con sus Kawanishi H6K. El comandante de la misión y piloto de uno de los hidros sería el teniente Hisao Hashizume. El otro aparato lo pilotaría el alférez Shosuke Sasao. Las dos aeronaves y sus veinte tripulantes se trasladaron a una base de hidroaviones que los japoneses habían construido en el atolón de Wotje, en el archipiélago de las Marshall. Aquel sería el punto de partida de la misión, que fue bautizada con el nombre en clave de Operación K.
Los hidroaviones iban a cubrir la distancia hasta su objetivo en dos etapas. Primero volarían a los Bajos de la Fragata Francesa (el nombre se lo puso su descubridor, el marino francés Jean-François de La Pérouse, cuando su fragata encalló allí en 1786), un atolón, o más bien un grupo disperso de arrecifes que apenas sobresalían del agua, situado en medio de las islas Leeward, al noroeste de Hawai. En aquel remoto y olvidado conjunto de islotes repostarían combustible de un submarino antes de despegar de nuevo y dirigirse directamente hacia Pearl Harbor.
En el plan estaba previsto que un submarino japonés del Tipo B-1, el I-23, estuviese situado a unas pocas millas de la entrada a la bahía de Pearl Harbor para enviar informes meteorológicos y rescatar a las tripulaciones en el caso de que los hidroaviones fuesen derribados. El 14 de febrero el I-23 radió un mensaje informando que había llegado a su zona de patrulla, al sur de Oahu. Nunca se volvió a recibir otra comunicación del sumergible. El I-23 desapareció sin dejar rastro, y aún hoy se desconoce cuál pudo ser su final. A pesar de aquel contratiempo, los japoneses decidieron seguir adelante con la operación.
El cuatro de marzo los dos hidroaviones despegaron de Wotje cargados con cuatro bombas de 250 kilogramos cada uno. Pusieron rumbo a los Bajos de la Fragata Francesa, a 3.000 kilómetros de distancia, donde un submarino les esperaba para repostar. Era ya noche cerrada cuando se pusieron en marcha de nuevo con los depósitos llenos de combustible. Desde allí, “solo” tenían que salvar los 900 kilómetros que les separaban de Oahu, siguiendo la línea casi recta de atolones, islotes y bancos de arena que forman las islas Leeward.
Al sobrevolar Kauai, la más occidental de las grandes islas del archipiélago hawaiano, los hidroaviones fueron detectados por varias estaciones de radar estadounidenses. Un grupo de Curtiss P-40 despegó para interceptar a los intrusos. La noche era muy nubosa y la visibilidad mínima, y los cazas fueron incapaces de localizarlos. Al mismo tiempo se dio orden de despegar a varios hidroaviones Catalina de reconocimiento marítimo para buscar al portaaviones del que, supuestamente, habían partido los atacantes. Lógicamente, ellos tampoco encontraron nada.
Pero las nubes también hicieron que los dos hidroaviones perdiesen el contacto entre sí. Al llegar a Oahu, Hashizume decidió sobrevolar el interior de la isla y atacar Pearl Harbor desde el norte. Eran las 2 de la madrugada, y la base naval y toda la ciudad de Honolulu estaban a oscuras (al comienzo de la guerra se habían decretado apagones generalizados como medida de protección), dejando a los japoneses sin ningún punto de referencia que les sirviese para orientarse entre lo poco que les permitían ver las nubes. Incapaz de localizar sus objetivos, Hashizume acabó lanzando sus bombas en la ladera del monte Tantalus, un cono volcánico situado unos kilómetros al norte de Honolulu. Las cuatro bombas cayeron a unos trescientos metros de un instituto (el President Theodore Roosevelt High School), abriendo grandes cráteres de más de dos metros de profundidad. Mientras tanto, Sasao, que había perdido de vista a su compañero, trató de seguir la línea de costa hasta alcanzar el objetivo. Tampoco él consiguió orientarse, y finalmente terminó por dejar caer sus bombas sobre el mar.
Tras el ataque las dos aeronaves pusieron rumbo al suroeste e iniciaron el regreso por separado. La de Sasao llegó a Wotje sin problemas tras un vuelo de casi 4.000 Kilómetros. El teniente Hashizume decidió pasar de largo y continuar hasta el atolón Jaluit, una de las principales bases de la Marina Imperial en las islas Marshall. Durante la operación de repostaje en los Bajos de la Fragata Francesa su hidroavión había sufrido algunos daños, y en Jaluit iba a encontrar mejores instalaciones donde realizar las reparaciones necesarias. Aunque eran de poca importancia, los problemas mecánicos en el avión de Hashizume, unidos al cansancio de las tripulaciones, bastaron para que el Alto Mando japonés decidiese cancelar una nueva misión sobre Pearl Harbor prevista para solo dos días más tarde.
Los dos hidroaviones volvieron a despegar el 11 de marzo, en una misión de reconocimiento sobre los atolones de Midway y Johnston, dos bases avanzadas estadounidenses situadas al noroeste y al suroeste de Hawai, respectivamente. El hidroavión pilotado por el teniente Hashizume fue descubierto y derribado en Midway por un caza Brewster Buffalo del Cuerpo de Marines. No hubo supervivientes. Sasao regresó a Wotje con valiosas fotografías tomadas sobre Johnston. Una semana más tarde él y su tripulación recibieron la orden de regresar a Japón.
Para entonces ya eran héroes. Oficialmente, su raid contra Pearl Harbor había sido un enorme éxito. En Japón la prensa aseguró, citando una supuesta información de una emisora de radio californiana, que el bombardeo había provocado treinta muertos, setenta heridos y considerables daños en las instalaciones militares. Pero lo cierto es que la incursión no causó ninguna baja ni daños materiales, a excepción de varios cristales rotos por la onda expansiva en el instituto Theodore Roosevelt. En un principio se pensó que había sido un accidente o un fallo de cálculo durante unas maniobras. El Ejército y la Marina estadounidenses llegaron a culparse mutuamente de las explosiones. Más tarde, cuando se confirmó que se trataba de un bombardeo enemigo, aumentó la preocupación en Hawai por que se produjesen nuevos ataques. El almirante Nimitz ordenó multiplicar las patrullas navales en los atolones al oeste del archipiélago. Como consecuencia, cuando a finales de mayo un submarino japonés llegó a los Bajos de la Fragata Francesa para preparar un segundo ataque (previsto para el 30 de ese mes), informó de presencia de buques norteamericanos en la zona y la misión tuvo que ser cancelada. No se volvería a intentar.
Los casi 8.000 kilómetros que recorrieron los dos hidroaviones desde su salida de Wotje hasta su infructuoso lanzamiento de bombas sobre Pearl Harbor y su regreso a las Marshall hacen de la operación K la misión de bombardeo que más distancia recorrió en toda la Segunda Guerra Mundial.
Un submarino sin suerte
En junio de 1942 el I-33 entró en servicio en la Marina Imperial con el capitán Tsunayoshi Ogawa al mando. Era un submarino del Tipo B1, un sumergible oceánico, de dimensiones considerables y gran autonomía, diseñado para realizar misiones de larga distancia. Estaba armado con un cañón de 120 mm y seis tubos lanzatorpedos. Contaba además con un hidroavión de reconocimiento Yokosuka E14Y, guardado en un hangar estanco sobre la cubierta. Tenía una tripulación de cien hombres.
El 15 de agosto el I-33 zarpó de Kure en su primera misión, una patrulla de seis semanas en el área de las islas Salomón. En plena lucha por el control de Guadalcanal, aquella zona era escenario de continuos combates navales entre estadounidenses y japoneses. Pero el bautismo de fuego del I-33 no fue demasiado afortunado. A finales de agosto se encontró con una fuerza naval enemiga, pero no logró obtener una buena posición de ataque y tuvo que renunciar a lanzar sus torpedos. El 25 de septiembre arribó a la base naval de Truk, sin haber disparado ningún torpedo y con uno de sus tubos dañado por un golpe contra el fondo marino.
Aprovechando que el sumergible iba a ser reparado, la mayor parte de la tripulación recibió un permiso. La mañana del 26 de septiembre el I-33 amarró al costado del barco de reparaciones Urakami Maru y varios técnicos embarcaron en él con intención de comenzar a trabajar en el tubo lanzatorpedos dañado. El oficial de derrota, al mando del submarino en aquel momento, ordenó llenar parcialmente los tanques de lastre de popa con intención de estabilizar el buque y reducir el zarandeo provocado por el oleaje. Fue un error. El agua entró por varias escotillas abiertas y el submarino se hundió en menos de dos minutos. Treinta hombres de la tripulación del I-33 y tres técnicos del Urakami Maru se quedaron atrapados en su interior.
El capitán Ogawa, a bordo del buque de reparaciones, trató de organizar una operación de salvamento. Un buzo descendió hasta el submarino, posado a 35 metros de profundidad, e informó que había tripulantes vivos. Pero en Truk no tenían el equipo necesario para rescatarles a tiempo. Veinticuatro horas más tarde, cuando inevitablemente todos los hombres atrapados habían muerto ya asfixiados, se abandonaron los trabajos.
Casi dos meses después llegó a Truk el barco de rescate Mie Maru. El 19 de diciembre hizo su primer intento de reflotar el I-33 inyectando aire a presión en su casco. El submarino ascendió hasta la superficie, pero unos minutos después una escotilla reventó por un exceso de presión y el I-33 volvió a hundirse. Después de varios días de trabajo, al fin el 29 de diciembre el submarino fue reflotado y asegurado.
En marzo de 1943 el submarino fue remolcado desde Truk hasta el Arsenal Naval de Kure para ser reparado y modernizado. En junio de 1944 se completaron los trabajos. El I-33 estaba listo para entrar una vez más en servicio en la Marina Imperial. El día 13 de junio, al mando del teniente Mutsuo Wada y con una tripulación completamente nueva, zarpó de Kure para realizar una serie de inmersiones de prueba. Al iniciar la segunda inmersión del día, una válvula se quedó atascada, inundando todas las secciones de popa del submarino. Unos minutos más tarde, gracias al vaciado de los tanques de lastre, la tripulación consiguió que el I-33 volviese a la superficie durante unos segundos. Pero el problema de la válvula no se había solucionado y la inundación continuaba.
En la sala de control, en la torreta del submarino, se encontraban el teniente Wada y una decena de sus hombres. Wada dio la orden de abandonar el buque, aunque él mismo se negó a hacerlo y prefirió hundirse con su barco. Ocho de los marineros de la sala de control lograron saltar al agua. En la superficie se separaron. Unos optaron por dirigirse al suroeste tratando de llegar a la isla de Aoshima, y otros decidieron nadar hacia el norte, en dirección a la costa. La mayor parte de ellos murieron agotados antes de alcanzar la orilla. Solo dos lo lograron, el alférez Yoshiaki Konishi, oficial de comunicaciones del I-33, y el marinero Keiichi Okada.
Inmediatamente comenzó la operación de salvamento. Los aviones de búsqueda encontraron las manchas de petróleo que había dejado el I-33 y dirigieron hacia allí al buque nodriza de submarinos Chogei. El 15 de junio los buzos del Chogei localizaron el submarino hundido, posado a 55 metros de profundidad, y lograron recuperar algunos cadáveres. Al día siguiente una barcaza equipada con una grúa llegó a la zona, pero la llegada de un tifón obligó a interrumpir todas las labores de rescate. En el segundo naufragio del I-33 murieron cien hombres.
En 1953 el submarino fue reflotado. Se descubrió que en un compartimento de proa no inundado habían quedado atrapados trece marineros. Trataron de abandonar el sumergible, pero la escotilla de escape del compartimento se había atascado. Tuvieron tiempo de dejar notas de despedida a sus seres queridos antes de morir asfixiados. Era la segunda vez que se recuperaban mensajes de ese tipo del I-33.
El amor irracional de la Marina Imperial por los hidroaviones
Al finalizar la Primera Guerra Mundial, cuando empezaron a surgir los primeros portaaviones propiamente dichos, los hidroaviones, que habían sido los grandes protagonistas en los inicios de la guerra aeronaval, fueron relegados a un papel secundario. Solo un país siguió confiando en ellos como elemento esencial de su poder naval. La anacrónica apuesta de Japón por los hidroaviones tendría como resultado la aparición de algunos de los buques híbridos más extraños de su época: acorazados portahidros, submarinos portahidros, cruceros portasubmarinos-portahidros...
Igual que ocurrió en otras Armadas, los primeros portahidroaviones de la Marina Imperial fueron barcos (generalmente mercantes o petroleros) modificados para su uso como bases flotantes. Aquellos buques permitían a los hidroaviones japoneses operar en costas o islas remotas, donde no existían puertos ni instalaciones de mantenimiento para ellos. Contaban con hangares para guardar las aeronaves, pero no tenían cubierta de vuelo ni catapultas para lanzarlas. Los hidroaviones eran bajados hasta el agua por medio de grúas y tenían que amerizar en el costado del buque para ser izados una vez cumplida la misión. Aquellas operaciones eran lentas, farragosas y peligrosas, y solo se podían hacer con el mar en calma.
El primer portahidroaviones de la Marina Imperial fue el Wakamiya, un antiguo carguero ruso capturado en la guerra Ruso-Japonesa. Entró en servicio como portahidros en agosto de 1914. En septiembre de ese año protagonizó el primer ataque aeronaval de la historia, cuando sus cuatro hidroaviones (Maurice Farman de fabricación francesa) bombardearon buques y objetivos alemanes en tierra durante la batalla de Tsingtao. En 1924 fue retirado del servicio. Su lugar lo ocupó el Notoro, un antiguo petrolero de escuadra de 14.000 toneladas de desplazamiento reconvertido en buque nodriza de hidroaviones. Tras un largo servicio como portaaeronaves, en 1942 el Notoro fue modificado de nuevo para recuperar su antigua función de petrolero. Sobrevivió a la guerra, y acabó siendo desguazado en 1947.
En la década de los 30 el desarrollo de la aviación naval convirtió a los portahidroaviones en buques obsoletos. Con el poder ofensivo y la cobertura aérea de la flota a cargo de los portaaviones, ya casi nadie pensaba en los hidroaviones como armas de ataque o de protección. Al quedar relegados a funciones de patrulla aérea o de enlace, bastaba con mantener algún portahidros para labores secundarias, en el mejor de los casos, y equipar a algunos de los buques mayores de la flota (acorazados o cruceros pesados) con uno o varios hidroaviones de reconocimiento. Curiosamente, en aquellos años ninguna otra potencia vio con más claridad que Japón que el futuro de la guerra naval estaba en el aire (literalmente). Pero al mismo tiempo que apostaban por el desarrollo de una poderosa y moderna fuerza aeronaval basada en sus portaaviones, los japoneses no dejaron de confiar en los hidroaviones, dedicando una enorme cantidad de recursos a la construcción de toda una flota de portahidros.
Cuando estalló la guerra en China, los planificadores de la Marina Imperial decidieron que necesitaban con urgencia más portahidroaviones. El primero de aquellos portahidros tardíos fue el Kamoi, originalmente otro petrolero de escuadra de 15.000 toneladas. Su reconversión no fue completada hasta comienzos de 1939. Más adelante, igual que ocurrió con el Notoro, volvió a ser transformado en petrolero de escuadra. Fue hundido por un ataque aéreo en Hong Kong en 1945.
Al mismo tiempo, la Marina Imperial requisó cuatro mercantes gemelos de 7.000 toneladas para su conversión a transportes de aviones. Se trataba del Kiyokawa Maru, el Kimikawa Maru, el Kumikawa Maru y el Kamikawa Maru. Este último fue modificado en 1939 y transformado en portahidroaviones, con capacidad para 12 aparatos. Los tres restantes fueron también convertidos en portahidros entre 1941 y 1942. El Kamikawa Maru sirvió en la guerra chino-japonesa, y más tarde participó como portahidros de flota en distintas operaciones militares (Mar del Coral, campaña de las Aleutianas, Guadalcanal...). En mayo de 1943 fue hundido por el submarino estadounidense Scamp. Los otros tres fueron utilizados sobre todo para dar escolta a convoyes navales. Ninguno sobrevivió a la guerra. El Kimikawa Maru fue torpedeado por otro submarino norteamericano, el Sawfish, en octubre de 1944. El Kunikawa Maru y el Kiyokawa Maru fueron hundidos por ataques aéreos en mayo y julio de 1945, respectivamente.
Los japoneses diseñaron también una serie de buques de menor desplazamiento (3.500 toneladas) para cumplir las funciones de bases de apoyo a hidroaviones. El primero de los cuatro programados, el Akitsusima, empezó a construirse en octubre de 1940. Poco después comenzó la construcción del segundo, el Chihaya. Pero en 1941 el programa se canceló. El Akitsushima fue el único que se completó, con importantes cambios respecto al diseño original. Más que portahidroaviones, lo correcto sería llamarlo portahidroavión, en singular. Estaba diseñado para transportar y operar con un único aparato, el gigantesco cuatrimotor Kawanishi H6K (y posteriormente un H8K, todavía más voluminoso y pesado). El Akitsushima entró en servicio en abril de 1942. Fue hundido por un ataque aéreo en la bahía de Corón, en Filipinas, en septiembre de 1944.
Hasta aquí los portahidros “convencionales” de la Marina Imperial. Pero en lo que de verdad fueron originales los japoneses fue en sus diseños de portahidroaviones de escuadra. Aunque las prestaciones de los hidroaviones en combate aéreo dejaban mucho que desear, debido a la gran resistencia aerodinámica que generaban sus flotadores, la Armada japonesa confió ciegamente en ellos para dar cobertura aérea a la flota. Los portahidros de escuadra eran auténticos buques de guerra híbridos que podían cumplir con varias funciones simultáneamente o ser modificados en poco tiempo para adaptarse a las necesidades de cada momento. Esta extraña concepción estratégica de la guerra aeronaval tenía una explicación, al menos en su origen. Los tratados de Washington y Londres, de los que Japón era firmante, limitaban el número y el tamaño de los buques de guerra de las potencias navales. Los planes de construcción naval de los años 30 preveían la importancia del poder aéreo (y de hecho los japoneses fueron unos adelantados a su tiempo en ese aspecto), pero el número de portaaviones estaba limitado por los tratados de desarme. Los portahidroaviones, sin embargo, no estaban considerados oficialmente como buques de guerra, sino como barcos auxiliares. Por tanto, no había ninguna restricción a su construcción. Ese fue el motivo por el que Japón se embarcó (nunca mejor utilizada la palabra) en el desarrollo de una serie de buques, en teoría portahidros, pero pensados para una fácil reconversión en cruceros o portaaviones de escolta.
Así nació la clase Chitose, formada por el Chitose, el Chiyoda y el Mizuho, botados entre 1936 y 1938. El último de ellos, el Mizuho comenzó a construirse cuando las limitaciones del tratado de Washington habían expirado y Japón había abandonado ya la conferencia de Londres, pero sorprendentemente (eran más caros y complejos que los portaaviones convencionales) los estrategas navales japoneses siguieron confiando en la utilidad de este tipo de buques y continuaron adelante con el programa. Se trataba de transportes de hidroaviones pensados para dar apoyo a las escuadras navales con hasta 24 aparatos de observación o de combate. Eran buques grandes y veloces, con casco y armamento de cruceros. En teoría estos buques iban a realizar funciones de reconocimiento y apoyo a la flota o a operaciones anfibias, liberando a los portaaviones mayores de labores secundarias, pero en la práctica fueron menos útiles de lo esperado. Acabaron siendo utilizados sobre todo como transportes rápidos de tropas. En 1941 el Chitose y el Chiyoda fueron modificados para su uso como buques nodriza de sumergibles de ataque (submarinos enanos Tipo A), con lo que su capacidad aérea disminuyó a 12 hidroaviones. La necesidad urgente de portaaviones después de la batalla de Midway hizo que finalmente ambos fuesen reconvertidos en portaaviones de escolta. El Chitose y el Chiyoda fueron hundidos en la batalla de Cabo Engaño el 25 de octubre de 1944. El Mizuho, con considerables diferencias respecto a los otros dos (era más lento y estaba mejor armado) fue el único que mantuvo el diseño y las funciones originales de crucero-portahidros. Fue hundido por un submarino estadounidense el 2 de marzo de 1942.
El Nisshin fue otro crucero-portahidros construido con la previsión de ser reconvertido en portaaviones ligero. Pero, al igual que el Mizuho, nunca fue modificado. Cuando se hizo evidente el fracaso de los hidroaviones como armas de apoyo, fue utilizado como transporte rápido de tropas. Sus grúas y hangares, pensados para operar con una veintena de hidroaviones, resultaron ser muy útiles para cargar, transportar y descargar material pesado, como piezas de artillería de gran calibre. Fue hundido por la aviación estadounidense cuando se dirigía desde Rabaul a las islas Shortland en julio de 1943.
El Oyodo también iba a ser originalmente un crucero-portahidros, pero en los cuatro años que transcurrieron desde que se aprobó el proyecto hasta su botadura (de 1938 a 1942) el diseño sufrió tantas modificaciones que acabó entrando en servicio como un crucero ligero convencional (aunque sin tubos lanzatorpedos, habituales en este tipo de buques). En los planos iniciales estaba previsto dotarle de capacidad para operar con una escuadrilla de hidroaviones de ataque, pero al final tan solo conservó las catapultas y grúas necesarias para llevar dos hidros de reconocimiento. Aquella capacidad aérea habría sido normal en un buque de mayor tamaño, como un acorazado, pero resultaba llamativa tratándose de un crucero ligero. El Oyodo participó en las batallas de Truk y Cabo Engaño y en la evacuación de Singapur (junto a los acorazados-portahidros Ise e Hyuga). En marzo de 1945, tras ser alcanzado por varias bombas durante un ataque aéreo contra su base de Kure, fue encallado en la costa para evitar su hundimiento. Fue desguazado tres años más tarde.
Después de la batalla de Midway, donde los japoneses perdieron cuatro de sus portaaviones de escuadra, la Marina Imperial se vio obligada a buscar soluciones de urgencia para dotar de cobertura aérea a su flota. Una de las imaginativas propuestas aprobadas por los planificadores japoneses fue la de modificar dos viejos acorazados para convertirlos en portahidroaviones mixtos. Los elegidos fueron dos acorazados gemelos botados en los años de la Primera Guerra Mundial, el Ise y el Hyuga. En un principio las modificaciones iban a ser más profundas, dándoles capacidad de transporte para más de 50 aviones, pero finalmente se optó por una solución intermedia. Se desmontaron las dos torres de popa y toda la superestructura de la mitad posterior de los buques para convertirla en un hangar, y colocar sobre él una cubierta de vuelo de 70 metros. Cada uno de los buques tenía capacidad para 22 aeronaves. Los hidroaviones eran lanzados por medio de dos catapultas y recogidos con una grúa desde el costado del buque.
Los dos acorazados participaron en la batalla del golfo de Leyte, formando parte de la flota de señuelo del almirante Ozawa. Ambos fueron atacados por la aviación estadounidense, recibiendo el impacto de varias bombas que los dejaron gravemente dañados. Fueron hundidos con tres días de diferencia en julio de 1945, en bombardeos estadounidenses contra la base naval de Kure.
Otro buque transformado en portaaeronaves mixto fue el crucero pesado Mogami. Aprovechando los trabajos a los que fue sometido tras ser gravemente dañado en la batalla de Midway, se le desmontó toda la superestructura de la parte posterior y se le dotó de capacidad de transporte para 11 hidroaviones. Igual que el Ise y el Hyuga, el Mogami conservó todo su armamento de proa. En octubre de 1944 fue hundido en el golfo de Leyte, rematado por los torpedos de un destructor japonés tras haber sufrido daños irreparables en un ataque de la aviación estadounidense.
Y por último, los submarinos. Los japoneses no fueron los únicos en dotar de hidroaviones a sus sumergibles, pero lo que en otras Armadas no pasaron de ser diseños experimentales (el único que tuvo relativo éxito fue el Surcouf francés), en los submarinos oceánicos de la Marina Imperial se convirtió en norma. Los veinte submarinos del Tipo B-1 transportaban en un hangar estanco sobre la cubierta un hidroavión para misiones de reconocimiento. A algunos de ellos se los retiraron en los meses finales de la guerra, cuando fueron modificados para el transporte de Kaiten (torpedos tripulados). El hidroavión de uno de estos submarinos, el del I-25, pilotado por Nobuo Fujita, protagonizó el primer ataque aéreo de la historia contra la Norteamérica continental. En septiembre de 1942 bombardeó una zona boscosa en el norte de Oregón, en una misión que pretendía sembrar el pánico en la costa oeste de los Estados Unidos, pero que apenas tuvo consecuencias.
La Marina Imperial contaba además con otros submarinos de mayor tamaño y con capacidad para operar con varias aeronaves, pensados para su uso en operaciones ofensivas. Fueron los dos sumergibles del Tipo AM, que llevaban dos hidroaviones cada uno, y sobre todo, los tres de la Clase I-400, o Sen Toku. Los I-400, auténticos submarinos-portahidros, fueron los mayores sumergibles de la historia hasta la aparición de los modernos submarinos nucleares. Tenían un hangar cilíndrico de 28 metros de largo con capacidad para tres aparatos. Al llegar a la zona de operaciones, los tripulantes sacaban los hidroaviones del hangar, desplegaban sus alas y les instalaban los flotadores. A continuación se colocaban, uno a uno, en una catapulta situada en la proa del submarino para lanzarlos. Una vez cumplida la misión, los aviones amerizaban a un costado del buque y eran izados con una grúa, desmontados y guardados de nuevo en el hangar.
Se completaron tres submarinos de la clase I-400. Dos de ellos fueron asignados a la operación Arashi, que tenía como objetivo volar las esclusas del Canal de Panamá con un ataque aéreo. Cuando ya habían partido, en agosto de 1945, recibieron la orden de regresar a Japón y rendirse a las fuerzas aliadas. Los estadounidenses los llevaron a Hawai y estuvieron estudiándolos por un tiempo antes de hundirlos definitivamente cerca de Oahu, al parecer para evitar que los soviéticos pudiesen tener acceso a su tecnología.