Lo que se ve en estas imágenes (sin audio) de un noticiario de la época no es otra cosa que el techo de la gigantesca factoría de Boeing en la ciudad de Seattle, el lugar donde se fabricaban las "fortalezas volantes" B-17. Un grupo de diseñadores de decorados de Hollywood lo cubrió de maquetas, a tamaño real o a escala, construidas con madera, cartón y otros materiales, que simulaban casas, calles, automóviles y árboles. Además se contrató a figurantes para que se paseasen por las falsas calles o tomasen el sol en los jardines de cartón piedra. El objetivo era camuflar la fábrica para que desde el aire tuviese el aspecto de un típico barrio suburbano estadounidense.
Lo cierto es que este tipo de medidas de enmascaramiento eran innecesarias. En toda la guerra solo un avión del Eje llegó a sobrevolar territorio continental de los Estados Unidos, el pilotado por el sargento Nobuo Fujita.
A finales de 1942 los responsables del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos estaban preocupados por el alto porcentaje de bajas que sufrían sus tropas en la isla de Guadalcanal. Se suponía que los marines eran soldados expertos que habían recibido un entrenamiento específico para la guerra en los trópicos, pero las condiciones del combate en las junglas del Pacífico resultaron ser mucho más duras de lo que nadie había esperado. Además del calor, la humedad, los insectos o las enfermedades, tenían que enfrentarse a un enemigo que sí parecía haberse adaptado bien a la selva (lo cierto es que solo era apariencia), que les hostigaba continuamente con francotiradores, emboscadas y ataques de pequeña intensidad y desaparecía a continuación ocultándose en el interior de la jungla. Entre las medidas que se tomaron para aumentar la seguridad en los campamentos y las patrullas en la selva estuvo la de poner en marcha el primer programa oficial de entrenamiento de perros de guerra del Cuerpo de Marines.
El programa nació en noviembre de 1942, y unas semanas después, en enero de 1943, el primer grupo de trece dobermans estaba ya recibiendo adiestramento en Camp Lejeune, la gran base de entrenamiento de los Marines en Carolina del Norte.
Los perros eran adquiridos por el Cuerpo de Marines o donados por particulares (en este último caso eran devueltos a sus dueños al completar su servicio). La mayor parte eran doberman, ya que se creía que era una raza que se adaptaba mejor que otras al clima tropical, aunque también había algunos pastores alemanes. Cada animal tenía un número de identificación tatuado en la oreja derecha, y en su hoja de servicios figuraba el nombre, la raza, la fecha de nacimiento, la fecha de incorporación y el tipo de formación que habían recibido (podían ser exploradores, mensajeros o entrenados en “trabajos especiales”). Recibían ascensos por antigüedad, como cualquier soldado. Así, a los tres meses de servicio el perro pasaba a ser “soldado de primera clase”, al año era ascendido a “cabo”, a los dos años a “sargento”... hasta que al cabo de cinco años alcanzaba el mayor rango al que podía aspirar un perro, el de “sargento mayor”. Al final de su periodo de servicio, o en el caso de que tuviesen que retirarlo antes de tiempo por motivos médicos, obtenía un certificado acreditativo. Si era expulsado del cuerpo por problemas de conducta, el perro recibía una “baja deshonrosa”.
Marines y perros durante una práctica de desembarco anfibio en Camp Lejeune:
En un principio los Marines recurrieron a adiestradores civiles o de la policía, pero pronto se dieron cuenta de que el entrenamiento convencional no preparaba a los animales para las condiciones de combate. En poco tiempo los civiles fueron sustituidos por auténticos marines. El entrenamiento duraba catorce semanas. En la formación básica los perros aprendían a obedecer órdenes de voz o señales con los brazos. A continuación recibían un entrenamiento especializado según las funciones que fuesen a desarrollar. Los perros mensajeros tenían que transportar mensajes, municiones o suministros médicos. Se les acostumbraba a soportar el sonido de los disparos y las explosiones, para adaptarlos a lo que se iban a encontrar en el campo de batalla. Los perros exploradores eran entrenados para advertir de la proximidad de extraños. Les enseñaban a dar la alerta sin ladridos, para no revelar su posición.
El primer pelotón de perros de guerra fue enviado a Bougainville junto al 2º Batallón Raider. Los pelotones segundo y tercero sirvieron en Guadalcanal, Kwajalein, Eniwetok y Guam. En esta última batalla los perros tuvieron una actuación destacada, acompañando el avance de los infantes, explorando cuevas, detectando minas y trampas explosivas, o como centinelas, vigilando día y noche los campamentos y los cruces de caminos.
De los sesenta perros que desembarcaron en Guam, catorce murieron en combate y otros diez por accidentes, enfermedades tropicales, golpes de calor o agotamiento. En cuanto a sus acompañantes humanos, tan solo un adiestrador murió durante una patrulla. Los veinticuatro perros fueron enterrados en el mismo lugar en el que se dio sepultura a los marines muertos en la batalla, en Asan, el punto de desembarco inicial en la isla. Años más tarde los restos humanos fueron exhumados y enviados de vuelta a Estados Unidos. Las tumbas de los perros, marcadas con pequeñas lápidas blancas, se quedaron allí olvidadas y cubiertas de maleza, hasta que en la década de los 80 una asociación de veteranos de los pelotones caninos comenzó a hacer campaña para recuperarlas. En junio de 1994 los restos fueron trasladados a un nuevo cementerio situado en el interior de la base naval estadounidense de Guam, bautizado oficialmente como Cementerio Nacional de Perros de Guerra. El 21 de julio de 1994, el 50º aniversario del inicio de la batalla, se inauguró un monumento, consistente en una lápida de granito con los nombres de los veinticuatro perros allí enterrados y una estatua de bronce de un doberman, representando a Kurt, el primer perro muerto en acción en la isla. La escultura tiene por título Always Faithful (“siempre fiel”), en referencia al lema del Cuerpo de Marines, semper fidelis. No podían haber encontrado un nombre más apropiado para honrar a a sus camaradas caninos.
En Navidad no todo va a ser buenos deseos, paz y amor. Especialmente en tiempos de guerra.
Por ejemplo, aquí tenemos a Santa Claus convertido en un justiciero vengador, en un anuncio publicitario de la marca de calcetines estadounidense Interwoven (1942):
El atentado fracasado de Tresckow y Schlabrendorff supuso solo el primero de una serie de intentos de asesinar a Hitler por parte de un numeroso grupo de conspiradores militares que finalizaría con el golpe de estado frustrado del 20 de julio de 1944.
Inmediatamente después de aquella primera intentona, el barón Rudolf von Gersdorff, un primo de Schlabrendorff, se ofreció para acabar con el Führer en un atentado suicida. Solo ocho días más tarde, el 21 de marzo de 1943, estaba prevista la inauguración de una exposición de armamento soviético capturado en el Zeughaus (el antiguo Arsenal de Berlín, convertido en un museo militar). Además de Hitler, asistirían Keitel, Dönitz y Göring y Himmler (es decir, los comandantes supremos de la Wehrmacht, la Kriegsmarine, la Luftwaffe y las SS). La intención de Gersdorff era acudir a la ceremonia con los bolsillos de su guerrera llenos de explosivos, esperar la llegada de Hitler y abrazarse a él, activando las cargas antes de que tuviese tiempo de reaccionar. Pero cuando llegó el momento el Führer pasó a su lado a gran velocidad y rodeado de todo su séquito y no le dio oportunidad de ejecutar su plan. Gersdorff se escondió en los baños del museo, desactivó las bombas y abandonó el lugar sin llamar la atención. Poco después fue destinado al frente oriental. No rompió sus conexiones con el grupo de conspiradores reunido en torno a Tresckow. Fue él quien consiguió los explosivos de fabricación británica que utilizaría Claus von Stauffenberg en el atentado del 20 de julio de 1944. A pesar de su gran implicación en la conjura, ninguno de los arrestados tras el intento de golpe de estado reveló su nombre. Gersdorff fue uno de los pocos que se salvaron incluso de ser detenidos.
En septiembre de 1943 Claus von Stauffenberg asumió la dirección del grupo de conspiradores. Dos meses más tarde, un joven capitán de 24 años, el barón Axel von dem Bussche, se ofreció para realizar un atentado suicida en el cuartel general del Führer en Rastenburg. Bussche se había unido el año anterior a los círculos de resistencia antinazi que se estaban formando en el Grupo de Ejércitos Centro, después de haber sido testigo involuntario del asesinato de miles de civiles en el aeropuerto de Dubno, en Ucrania. A mediados de noviembre estaba prevista la llegada a Rastenburg de los primeros uniformes de invierno para las tropas del frente oriental. Bussche sería uno de los oficiales encargados de mostrar los uniformes a Hitler. Su plan era esconder una granada en sus pantalones y detonarla cuando el Führer se acercase a él. Pero el 16 de noviembre, un día antes del previsto para el atentado, el tren que transportaba los nuevos uniformes fue destruido en un ataque aéreo aliado. La inspección de Hitler se aplazó indefinidamente, y Bussche tuvo que reincorporarse a su unidad en el frente unos días más tarde. Su intención era repetir el intento en febrero de 1944, pero en enero fue herido de gravedad. Fue trasladado al gran complejo de hospitales de las Waffen-SS en Lychen, donde le amputaron una pierna. Los meses que estuvo ingresado le hicieron perder el contacto con el grupo de resistencia, lo que le permitió pasar desapercibido y no ser descubierto tras el fracaso de la operación Walkiria.
Ewald-Heinrich von Kleist-Schmenzin, otro joven oficial de solo 21 años, también descendiente de una aristocrática y adinerada familia prusiana, se presentó voluntario para sustituir a Bussche. Lo hizo con la bendición de su padre, Ewald von Kleist-Schmenzin, un histórico opositor al nazismo. Como en la ocasión anterior, pretendían aprovechar una inspección de uniformes prevista para el 11 de febrero de 1944. Kleist escondería una bomba en su maletín y la haría estallar cuando el Führer se acercase a él. Pero una vez más la inspección fue cancelada en el último momento. Después del atentado del 20 de julio padre e hijo fueron arrestados. Ewald-Heinrich fue enviado al campo de concentración de Ravensbrück. Cuando quedaban pocos días para el final de la guerra le excarcelaron para enviarle a combatir al frente. Fue el último superviviente de todos los que participaron en la operación Walkiria (murió el año pasado). Su padre fue condenado a muerte por el Volksgerichtshof y ahorcado en la prisión de Plötzensee el 9 de abril de 1945.
Un último intento tuvo lugar el 7 de julio de 1944. Su protagonista fue el general del OKH Helmuth Stieff, que se ofreció para matar a Hitler durante una conferencia que se celebró en el castillo de Schloss Klessheim. Pero en el momento de la verdad no encontró la ocasión de detonar la bomba que escondía (o quizá le faltó el valor). Su fracaso empujó a Stauffenberg a intentarlo él mismo. En un principio estaba dispuesto también a inmolarse en una acción suicida, pero sus compañeros de conspiración le convencieron de que su presencia iba a ser necesaria en Berlín tras la muerte del Führer. La historia del atentado del 20 de julio de 1944 ya es sobradamente conocida (o eso creo).
Todas estas tentativas fueron casi idénticas entre sí, no solo por el método elegido, sino también por las características de los hombres que se ofrecieron a llevarlas a cabo. Casi todos ellos eran jóvenes militares de carrera pertenecientes a familias de la nobleza prusiana. Formaban parte de la élite social del Reich alemán. Algunos, como Kleist-Schmenzin, tenían una larga trayectoria de oposición política al nazismo (desde una ideología conservadora), pero otros se unieron a la resistencia solo cuando la brutalidad de la guerra en el este superó todos los límites morales y cuando las primeras grandes derrotas hicieron evidente que Alemania iba a perder la guerra. Las grandes familias de las clases altas prusianas (los junkers) podían sentir desprecio por los nazis, su populismo y su lenguaje revolucionario, pero, salvo honrosas excepciones, en un primer momento apoyaron con entusiasmo sus planes de conquista. Después de todo compartían con ellos el militarismo, el imperialismo y el anticomunismo.
Pese a todo, aquel grupo de hombres consiguió el objetivo que se había propuesto Henning von Tresckow: dejar para la historia el ejemplo de los militares alemanes que se negaron a seguir siendo cómplices de la locura nacionalsocialista y se mostraron dispuestos a sacrificar sus vidas para detenerla.
Henning von Tresckow era un brillante oficial de Estado Mayor, veterano y héroe de la Gran Guerra, descendiente de una tradicional familia de militares prusianos (hijo de un general de caballería y sobrino del mariscal de campo Fedor Von Bock). Era también un destacado miembro de los círculos militares de resistencia clandestina al régimen nazi. Destinado como jefe de operaciones en el Estado Mayor del Grupo de Ejércitos Centro, en el frente ruso, había sido testigo de las atrocidades que se cometían contra civiles y prisioneros por orden directa del Führer, y de las que la Wehrmacht, muy a su pesar, se había convertido en cómplice. Aunque su oposición al nazismo era anterior a la guerra, fueron aquellos crímenes los que le empujaron a tomar la decisión de hacer lo que estuviese en su mano para limpiar el honor del Ejército alemán. Y para él solo había una forma de conseguirlo. Con el tiempo Tresckow logró reunir en torno suyo a un grupo de oficiales de confianza, entre los que destacaba su primo y ayudante de campo, el joven teniente Fabian von Schlabrendorff, y con su ayuda comenzó a planificar el asesinato de Hitler.
Los conspiradores pretendían atentar contra el Führer aprovechando una de sus visitas al cuartel general del Grupo de Ejércitos Centro. En un primer momento pensaron en hacerlo “a la brava”: reunirían un grupo suficiente de hombres y esperarían a que Hitler aterrizase en el aeródromo para enfrentarse a tiros a su guardia personal y matarle allí mismo. Pero las dudas sobre la actitud que tomarían sus superiores ante aquella acción les llevaron a descartar el ataque directo y optar por un método menos arriesgado. Se decidieron por un atentado con explosivos. Colocarían una bomba en el avión de Hitler, preparada para estallar durante el vuelo de regreso.
El avión personal del Führer era un Focke-Wulf Condor especialmente modificado para aumentar la seguridad del pasajero principal. La cabina de Hitler estaba acorazada y su asiento tenía incorporado un paracaídas. Pero aquellas medidas no le habrían servido de mucho en caso de una explosión inesperada en pleno vuelo. Sus posibilidades de sobrevivir habrían sido casi nulas.
Tresckow y Schlabrendorff probaron varios tipos de minas y explosivos buscando los que mejor se adaptasen a su plan. Eligieron finalmente unos explosivos plásticos británicos con sus correspondientes detonadores, procedentes del material capturado que el SOE enviaba a los grupos de resistencia en los territorios ocupados. Eran potentes y al mismo tiempo moldeables y de poco volumen, de forma que la cantidad de explosivo que se podía meter en un paquete que no llamase la atención sería suficiente para hacer pedazos el Condor.
Al fin llegó el día que esperaban. El 13 de marzo de 1943 se anunció una visita de Hitler al cuartel general del Grupo de Ejércitos Centro, en Smolensko. Unas horas antes de su llegada, Tresckow y Schlabrendorff llenaron cuatro minas lapa con los explosivos británicos y les añadieron un detonador tipo lápiz con temporizador de media hora. A continuación metieron todo en un paquete que simulaba contener dos botellas de licor. Tresckow fue uno de los oficiales que acudieron aquella mañana a recibir al Führer al aeródromo. Allí se encontró con una desagradable sorpresa: en la pista aterrizaron dos Focke-Wulf idénticos. El Führer iba acompañado de un séquito tan numeroso (oficiales de Estado Mayor, guardaespaldas, asistentes, sus propios cocineros...) que necesitaban más de un avión para trasladarse. Antes de introducir la bomba iban a tener que asegurarse de que lo harían en el aparato correcto.
La visita duró apenas unas horas, casi el tiempo justo para celebrar una conferencia en el cuartel general. Después de la comida Hitler y sus acompañantes se dispusieron a regresar al campo de aviación. Tresckow se dirigió a uno de los asistentes del Führer, el coronel Heinz Brandt, y aparentando una charla de cortesía logró que este le confirmase que iba a volar junto a Hitler. Tresckow le preguntó entonces si podría llevar un paquete a Rastenburg, el cuartel general del Führer en Prusia Oriental. Explicó que se trataba de unas botellas de licor para su amigo el coronel Stieff. Aunque sabía que se estaban saltando el reglamento, Brandt aceptó, como un favor personal.
Tresckow acompañó a la comitiva hasta el aeródromo y allí vio subir a Hitler a su Focke-Wulf. Justo antes de que lo hiciese Brandt, Schlabrendorff activó el detonador y le entregó el paquete. Los aviones despegaron y pusieron rumbo al oeste acompañados por una escolta de cazas. Tresckow y Schlabrendorff regresaron al cuartel general a esperar acontecimientos.
Unas horas después recibieron la noticia de que el Führer había aterrizado sin novedad en Rastenburg. Algo había fallado. Tratando de aparentar tranquilidad, Tresckow telefoneó a Brandt para preguntarle si había entregado las botellas al coronel Stieff. Respiró aliviado cuando Brandt respondió que aún no había tenido tiempo de hacerlo. Entonces le explicó que por error le habían dado un paquete equivocado, y que Schlabrendorff se pasaría a recogerlo aprovechando un viaje que tenía que hacer a Berlín. Schlabrendorff llegó a Rastenburg con dos botellas auténticas de Cointreau y se las dio a Brandt a cambio del primer paquete. Recuperó así la prueba que les incriminaba sin que el coronel Brandt llegase a sospechar nada. En el tren en el que se dirigía a Berlín, Schlabrendorff deshizo el paquete y examinó la bomba. El fusible que accionaba el detonador había fallado. Es posible que la causa fuese el frío del compartimento de equipajes del avión.
Hitler nunca se enteró de lo cerca que había estado de la muerte aquel día de marzo de 1943. Más de un año más tarde, el 20 de julio de 1944, uno de los oficiales que habían pertenecido al círculo de conspiradores de Tresckow, el coronel Claus von Stauffenberg, trató de asesinar a Hitler con una bomba en su cuartel general de Rastenburg. El Führer sobrevivió al atentado, condenando al fracaso el golpe de estado militar que se debía poner en marcha tras el anuncio de su muerte (la operación Walkiria). Al día siguiente Tresckow se suicidó con una granada de mano, simulando un ataque de partisanos soviéticos, cerca de Białystok, en la región fronteriza entre Bielorrusia y Polonia. Unas semanas más tarde las investigaciones de la operación Walkiria descubrieron sus conexiones con los conjurados. La muerte no le iba a librar del castigo. Por orden de Hitler sus restos fueron desenterrados del panteón familiar e incinerados en el campo de concentración de Sachsenhausen. En aplicación del Sippenhaftung, el principio legal por el que la responsabilidad penal de alguien acusado de crímenes contra el Estado se extendía a sus familiares, su viuda y sus hijos fueron detenidos y encarcelados, aunque sobrevivieron a la guerra. Fabian von Schlabrendorff fue también arrestado y torturado. Juzgado por el Volksgerichtshof ("Tribunal del Pueblo"), presidido por el sádico juez Roland Freisler, se enfrentaba a una casi segura pena de muerte. Pese a ello mantuvo una actitud altiva y desafiante. El 3 de febrero de 1945, durante la audiencia, Freisler le dijo que le iba a mandar "directo al infierno". Schlabrendorff respondió: "Con gusto le permitiré ir delante".
Y fue delante. El juicio fue interrumpido por un ataque aéreo y el tribunal de justicia fue alcanzado por una bomba antes de se completase su evacuación. Entre los escombros se encontró el cadáver de Freisler. Su sucesor, menos fanático, absolvió a Schlabrendorff por falta de pruebas. Pero no le pusieron en libertad. Schlabrendorff permaneció prisionero en un campo de concentración hasta el final de la guerra.
Gracias al blog amigo La tinaja de Diógenes me he enterado de que el pasado domingo se cumplieron treinta y cinco años de la publicación en el Reino Unido del disco The Wall, del grupo de rock británico Pink Floyd.
The Wall (“El muro”) es un disco conceptual de rock progresivo, compuesto en su mayor parte por el bajista y líder intelectual de Pink Floyd (al menos lo era en aquellos años), Roger Waters. Tuvo un gran éxito, convirtiéndose en uno de los discos más vendidos de todos los tiempos, y actualmente está considerado como una de las obras cumbre de la historia del rock. En 1982 se estrenó Pink Floyd – The Wall, una película dirigida por Alan Parker y protagonizada por Bob Geldof, otro conocido rockero británico. El guión era del propio Roger Waters, y, aparte de algún pequeño añadido, consistía básicamente en poner imágenes (tanto reales como animaciones) a la música y a la historia que se contaba en el disco. A pesar de su lenguaje metafórico y de los continuos episodios oníricos, pienso que no es difícil seguir el argumento, incluso sin saber ingles. Relata la vida de un músico de rock llamado Pink, de su viaje a la locura y su liberación final.
¿Y qué relación puede haber entre la Segunda Guerra Mundial (tema habitual de este blog) y una historia de conflictos internos y dudas existenciales de una estrella del rock?
Pues bien, este es un fragmento de la película:
La muerte en la guerra del padre de Pink cuando él tenía apenas unos meses de vida fue el primer ladrillo de su muro personal, utilizando la metáfora que se repite a lo largo de toda la obra. El trauma de crecer sin figura paterna y el odio hacia la sociedad que fue surgiendo en él (causado por la insensibilidad con la que el alto mando decidió sacrificar la vida de su padre y por la hipocresía de los mensajes de condolencia que recibió su madre) marcaron su personalidad adulta y le empujaron a un camino de autodestrucción.
Pink es Roger Waters. No al cien por cien, pero al menos en parte la historia que relata en The Wall es una autobiografía. Y así es en este punto en concreto. Roger Waters tenía cinco meses cuando su padre, el alférez Eric Fletcher Waters, murió en combate en Anzio, Italia, el 18 de febrero de 1944.
La batalla de Anzio fue un intento aliado de flanquear la Línea Gustav, la red de fortificaciones alemanas que atravesaba la península italiana del Tirreno al Adriático e impedía el avance hacia Roma de las fuerzas desembarcadas en el sur del país. El 22 de enero de 1944 una división británica y otra estadounidense desembarcaron en Anzio, al norte de la línea defensiva alemana y a tan solo cincuenta kilómetros de Roma. Pero la resistencia enemiga fue mucho más fuerte de lo previsto, y decenas de miles de soldados aliados se quedaron atrapados durante meses en una pequeña franja de terreno con el mar a sus espaldas, incapaces de romper el cerco.
El alférez Waters era uno de los oficiales de la compañía Z del 8º Batallón de los Royal Fusiliers, integrado en la 56ª División de Infantería británica. En febrero de 1944 su división fue desplegada en la cabeza de playa de Anzio para relevar a las agotadas tropas de la 1ª División de Infantería. El 17 de febrero los alemanes lanzaron un fuerte contraataque al norte de las posiciones aliadas, obligando a los británicos a retroceder hasta cinco kilómetros en algunos puntos. Al día siguiente la ofensiva llegó a las posiciones que cubría la compañía Z. La unidad de Waters fue rodeada por tropas de élite de la 4ª División Fallschirmjäger (paracaidistas). El 19 de febrero los aliados repelieron el ataque y recuperaron el terreno perdido. Pero ya era demasiado tarde para la compañía Z, que había sido aniquilada casi por completo. Entre los muertos estaba el alférez Eric Waters, el padre de Roger.
Las secuencias con las que se recrea la batalla en la película son históricamente inexactas. En primer lugar hay que decir que la intención sí era representar la batalla de Anzio, y en concreto la fase de la lucha en la que murió el padre de Roger Waters. La prueba está en la placa que aparece fugazmente en la iglesia y en la que se lee: "En honor de los oficiales, suboficiales y hombres del 8º/9º Batallón de los Fusileros Reales que dieron sus vidas en la Segunda Guerra Mundial en Anzio" (minuto 4'25). Dicho esto, las escenas de soldados británicos desembarcando en vehículos anfibios en medio de un mortífero fuego de artillería (esto no se ve en el fragmento que he puesto, está en las secuencias inmediatamente anteriores), los combates en las playas, las trincheras, los globos cautivos... todo eso es ficción. Los aliados controlaban el puerto de Anzio, y era allí donde se efectuaban los desembarcos de tropas, directamente en los muelles desde los buques de transporte. No hubo asaltos anfibios en aquella fase de la batalla. De hecho, en realidad eran los alemanes los que en aquellos momentos estaban atacando las posiciones británicas. Además, el 8º Batallón de los Royal Fusiliers había sido desplegado varios kilómetros tierra adentro, lejos de la costa. Hay algunos detalles que chirrían un poco, como que en 1944 un Stuka se aventurase a atacar una cabeza de playa protegida con artillería antiaérea, pero podemos suponer que no era del todo imposible.
No me gustaría que se entendiese esto como una crítica, sino como una curiosidad que nos sirve para conocer un poco más cómo se desarrolló esta batalla en concreto. Siempre estaré a favor de la libertad de los artistas para representar a su gusto los hechos que quieren narrar, sin la obligación de ceñirse a la realidad histórica. Quien quiera conocer en profundidad un episodio histórico lo último que debería hacer es documentarse en una película musical, así que tampoco veo mucho sentido a las exigencias de rigurosidad.
Pero, sobre todo, esto me ha servido de excusa para poner un poco de buena música.