Cuando los marines estadounidenses completaron la conquista de Guam, en agosto de 1944, cientos de soldados japoneses supervivientes de la batalla se negaron a rendirse y se ocultaron en las selvas del interior de la isla. Entre ellos se encontraban dos jóvenes de 24 años, el sargento Masashi Itō y el cabo Bunzo Minagawa. Habían huido a la jungla junto a un centenar de hombres, pero poco tiempo después, viendo la poca disciplina que existía en el grupo, se separaron del resto pensando que ellos solos tendrían más posibilidades de sobrevivir. Al principio subsistían gracias a la comida que robaban a los campesinos, pero el miedo a las patrullas estadounidenses les hizo adentrarse cada vez más en la selva hasta que acabaron perdiendo totalmente el contacto con el resto de la humanidad. Con el tiempo fueron adquiriendo los conocimientos y las habilidades necesarias para sobrevivir en la jungla. Se alimentaban de serpientes, ranas, ratas, cangrejos y cocos. Tenían fusiles, aunque muy raramente cazaban con ellos para no delatar su presencia. Las precauciones que tomaban para no ser descubiertos llegaban casi hasta la obsesión. Comían los animales crudos, por temor a ser localizados si encendían fuego. Hablaban siempre en susurros, y cuando se desplazaban trataban de borrar todas las huellas que dejaban tras de sí.
Ocho años después, en 1952, alguien descubrió algún rastro suyo y dio aviso al ejército. Los norteamericanos comenzaron a lanzar en la zona pasquines y periódicos para tratar de convencerles de que la guerra había terminado y podían entregarse. Itō y Minagawa desconfiaban, pensando que podían ser trucos del enemigo para capturarles. Sin embargo, decidieron asegurarse siguiendo las instrucciones que les daban en aquellas hojas. Eligieron un árbol en un lugar de paso y grabaron en él sus ideogramas familiares con un cuchillo. Los estadounidenses encontraron las señales, las fotografiaron y enviaron las imágenes a Tokio. El gobierno japonés contactó con el padre de Itō, que escribió una estremecedora carta a su hijo rogándole que volviese a casa. Los militares norteamericanos dejaron la carta en el mismo árbol en el que los fugitivos habían escrito sus nombres. Pero mientras tanto Itō y Minagawa habían encontrado una noticia en uno de los periódicos que les habían lanzado que les hizo sospechar. En ella se informaba de que el precio de las tortas de habas se había fijado en diez yenes. Aquella cifra era ridícula. Diez yenes era la mitad del sueldo mensual de un suboficial del Ejército. Sin duda los oficiales de propaganda estadounidenses habían cometido un error. Convencidos de que todo aquello era un montaje del enemigo para engañarles, se adentraron aún más en la jungla. Nunca regresaron al árbol para comprobar si había respuesta. Itō y Minagawa no podían saber nada de la fuerte inflación que había sufrido Japón en los años de postguerra.
Pasaron otros ocho años. Todo el mundo se había olvidado ya de los dos japoneses ocultos en la selva. Hasta mayo de 1960, cuando dos leñadores chamorros se encontraron en medio del bosque con un hombre vestido únicamente con un taparrabos. Era Minagawa. Trató de escapar, pero los leñadores le capturaron y le entregaron a las autoridades. Unos días después, al ver que su compañero no regresaba, Itō salió de la selva y se entregó voluntariamente. El miedo a la soledad había podido más que su sentido del deber y su temor al trato que recibiría del enemigo. Los dos hombres fueron reconocidos por médicos estadounidenses, que les encontraron en un estado de salud sorprendentemente bueno. Habían sobrevivido quince años y diez meses en la jungla.
Los dos soldados estaban convencidos de que la guerra no había terminado y de que iban a ser ejecutados por sus captores. Se negaron a comer y beber, e intentaron suicidarse cortándose las venas con los muelles de las camas. Para calmarles pusieron en contacto telefónico a Minagawa con su hermana, pero aquello tampoco dio resultado. Al final los estadounidenses optaron por una solución drástica: les ataron y les subieron a un avión con destino a Tokio. Itō y Minagawa hicieron todo el viaje pensando que en cualquier momento iban a ser arrojados al océano. Solo cuando bajaron del avión y vieron a sus familiares esperándoles se convencieron de que la guerra había terminado para ellos.
Fuente principal:
http://www.elcorreo.com/vizcaya/ocio/201401/18/sabado-japoneses.html
Testarudos y un poco borricos. Con esos soldados se ganan las guerras.
ResponderEliminarUn saludo.
Con soldados como estos las guerras se pueden ganar o perder, pero lo difícil es terminarlas.
EliminarUn saludo, Cayetano