La noche del 24 al 25 de marzo de 1944 la Royal Air Force lanzó un gran raid contra Berlín en el que participaron más de 800 aviones. En el vuelo de regreso muchos de los bombarderos británicos fueron empujados hacia el sur por un fuerte viento que les llevó directamente sobre la región industrial del Ruhr, la zona con mayor concentración de defensas antiaéreas del Reich. Poco antes de la medianoche, uno de aquellos aviones, un Avro Lancaster del 115th Squadron, fue atacado por un caza nocturno Junkers Ju 88. Los cañones del caza alemán destrozaron el ala izquierda del Lancaster, que empezó a caer envuelto en llamas. Sin ninguna posibilidad de salvar el bombardero, su piloto, el teniente James Newman, ordenó a sus seis compañeros que abandonasen el avión antes de saltar él mismo en paracaídas.
En la torreta de cola se encontraba el sargento Nick Alkemade, de 21 años. El acristalamiento había saltado por los aires, y Nick se encontraba expuesto a las gélidas temperaturas del aire exterior. Cuando abrió la escotilla para tratar de escapar se encontró con que toda la parte trasera del bombardero estaba ardiendo. La torreta trasera era demasiado estrecha como para que el artillero que la ocupaba llevase puesto el paracaídas. Éste se guardaba en un recipiente junto a la escotilla, de forma que el artillero no tenía más que engancharlo al arnés, que sí llevaba siempre colocado, antes de saltar del avión. Pero cuando Alkemade se asomó fuera de la torreta vio el paracaídas ardiendo dentro de su contenedor. Huyendo del fuego, que le chamuscaba ya la cara, volvió a cerrar la portezuela. Alkemade estaba atrapado en el interior de un avión en llamas a punto de estrellarse.
Por si fuera poco, el fuego alcanzó el líquido hidráulico de la torreta, que también empezó a arder. Las llamas prendieron en su traje y le quemaban las manos y la cara, aunque Alkemade estaba tan excitado que no sintió dolor. Sus únicas opciones eran quedarse y morir abrasado o saltar al vacío. Así que se giró y se dejó caer fuera del avión. Según contó más tarde, sintió una gran tranquilidad. No tenía ninguna sensación de estar cayendo, era más bien como si estuviese suspendido en el aire. Tampoco recordó haber tenido miedo. Había aceptado con una extraña naturalidad la idea de que iba a morir. A pesar de tanta serenidad, o quizá debido a ella, en un momento indeterminado de la caída Alkemade perdió el conocimiento.
Se despertó tres horas más tarde. Estaba tumbado en la nieve, rodeado de abetos. Por encima de él veía las estrellas a través del agujero que había abierto entre las ramas durante su caída. Estaba casi ileso. Aparte de las quemaduras y los cortes sufridos dentro del avión, tan solo tenía una torcedura en una rodilla. Había perdido sus botas, seguramente desprendidas de sus pies cuando cayó golpeando contra las ramas. Después de unos instantes de confusión, Alkemade comprendió lo que había pasado: las ramas de los árboles habían ido amortiguando su caída lo suficiente como para que al llegar al suelo bastase el colchón de nieve que lo cubría (de cerca de medio metro de espesor) para salvarle la vida. A pocos metros de distancia se acababa el bosque, y allí, sin la sombra de los árboles, la nieve había desaparecido casi por completo.
Incapaz de moverse, debido al esguince de su rodilla, dolorido y aterido de frío, Alkemade sacó su silbato de emergencia y lo sopló para pedir socorro. Unos civiles alemanes le encontraron y le llevaron al hospital de Meschede, una pequeña ciudad a orillas del Ruhr. Allí le atendieron de sus quemaduras y de los cortes producidos por fragmentos del plástico de la torreta y del fuselaje del avión. Más tarde recibió la “visita” de la Gestapo. Cuando le preguntaron qué había hecho con el paracaídas y él respondió que había saltado sin él, los interrogadores no le creyeron y amenazaron con ejecutarle por espía. Por suerte tenía una prueba irrefutable. Alkemade les indicó que si querían confirmar su historia no tenían más que ir al lugar de la caída y buscar su arnés, sin utilizar, que se había quitado cuando estaba esperando ayuda.
Después de tres semanas en el hospital, Alkemade fue enviado al centro de tránsito de prisioneros de Dulag Luft, cerca de Frankfurt. Allí su milagrosa supervivencia le convirtió en una pequeña celebridad entre los otros prisioneros. Para dar fe de la veracidad de su historia, algunos de sus compañeros de cautiverio redactaron una especie de certificado en una hoja arrancada de una Biblia:
"Dulag Luft.
Ha sido investigado y corroborado por las autoridades alemanas que la afirmación del sargento Alkemade, No. 1431537, es verdadera en todos los aspectos, a saber: que ha hecho un descenso de 18.000 pies sin paracaídas y ha hecho un aterrizaje seguro sin heridas. Su paracaídas había ardido en el avión. Él aterrizó en la nieve entre unos abetos.
Corroborado y atestiguado por:
Teniente de vuelo H.J. Moore (Oficial superior británico)
Sargento de vuelo R.R. Lamb
Sargento de vuelo T.A. Jones
(25/4/44) "
Alkemade fue enviado al Stalag Luft III, el campo de prisioneros de La gran evasión. Fue liberado al finalizar la guerra. Tras su desmovilización consiguió trabajo en una planta química de su ciudad natal, donde se dice que sobrevivió a una descarga eléctrica severa, una intoxicación con gas de cloro, una rociada de ácido sulfúrico y el golpe de una viga de acero. Murió en 1987.
Nick Alkemade no ha sido ni mucho menos el único superviviente a una caída a gran altura sin paracaídas, pero sí el más famoso. De hecho ya había aparecido en este blog en alguna ocasión, como cuando conté la anécdota de cómo rechazaron su solicitud de ingresar en el Caterpillar Club. Su fama relativa, en comparación con otros casos similares, puede deberse a que a él mismo le gustaba contar su historia. No parecía guardar ningún tipo de trauma por su experiencia. Aquí le vemos, años después, visitando el lugar donde aterrizó y hablando para un reportaje de la televisión francesa:
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