El caso de los espías de Kent

Como parte de los preparativos de la Operación León Marino, el Abwehr envió un gran número de agentes al sur de Inglaterra, en submarinos o embarcaciones pequeñas, con la misión de informar sobre el terreno de las defensas inglesas, el despliegue de las unidades militares, las comunicaciones, y otros datos necesarios para planificar la invasión. La operación de inteligencia fue un auténtico desastre. Se puede decir que ningún agente alemán logró operar libremente desde Inglaterra, con la posible excepción del holandés Ter Braak. La mayor parte de ellos fueron descubiertos nada más pisar suelo inglés. Además, hubo numerosos casos en los que el MI-5 ocultó la captura de los agentes alemanes y pudo utilizarlos como agentes dobles, que tendrían un papel muy importante en los años siguientes de la guerra. La principal causa del fracaso del Abwehr fue sin duda la pésima preparación de sus agentes. Muchos, una vez en Gran Bretaña, se comportaron de forma ingenua y nada profesional, otros se entregaron en cuanto tuvieron oportunidad, o se olvidaron de su misión tratando de pasar desapercibidos. Hay quien incluso defiende que ese nivel sorprendente de incompetencia es una prueba del doble juego del Abwehr, que enviaba a los espías a Inglaterra con el objetivo oculto de que fuesen descubiertos y “doblados” por el enemigo. En contra de esta idea se puede decir que parece un error que se mantuvo durante toda la guerra y en casos en los que los agentes no tendrían ninguna utilidad para el enemigo en caso de ser capturados. Un ejemplo fue la operación Pastorius, el intento del Abwehr de introducir saboteadores en los Estados Unidos: la misión de los agentes alemanes era fundamentalmente el sabotaje, no la información, y por consiguiente no había posibilidad de convertirlos en agentes dobles. Sin embargo, parece que fueron escogidos y adiestrados con el mismo nivel de incompetencia que el resto de agentes alemanes. En lugar de un plan oculto para favorecer a los enemigos de Alemania, hay que pensar más bien en un fracaso en los métodos de selección y preparación de sus agentes, sin olvidarnos además de la demostrada eficacia del contraespionaje británico, y de la gran dificultad de este tipo de operaciones. Los servicios de inteligencia aliados enviaron gran número de agentes a los países ocupados, donde contaban con la colaboración de las redes de resistencia, pero prácticamente renunciaron a intentarlo en la propia Alemania. Las posibilidades de éxito de un espía lanzado en paracaidas sobre el país enemigo, obligado a valerse por sus propios medios, sin apoyos entre la población local, eran muy escasas.

Un caso típico es el de la captura del grupo de cuatro espías que desembarcaron cerca de Hythe y Dungeness, al oeste de Dover, el 3 de septiembre de 1940. Todos ellos fueron descubiertos y detenidos en unas horas, lo que no resulta nada sorprendente viendo la poca profesionalidad que demostraron.

Este es el relato de los hechos que hace Peter Fleming en su libro Invasión 1940:

El dos de septiembre de 1940 cuatro agentes alemanes se embarcaron en Le Touquet en un barco pesquero, el cual fue escoltado a través del Canal de la Mancha por dos barreminas. Conforme al nada seguro testimonio de uno de ellos, la tripulación del barco pesquero estaba compuesta por tres rusos y un latvio; otro dijo que la formaban dos noruegos y un ruso. Todos recordaban confusamente lo ocurrido durante el viaje, y, al parecer, se habían emborrachado.

Los espías debían trabajar por parejas. Una pareja, después de transbordar a una lancha, desembarcó cerca de Hythe en las primeras horas del tres de septiembre. Llevaban consigo un aparato de radio y un formulario elemental de código: su misión consistía en enviar informaciones de importancia militar. Les habían dado a entender que era inminente la invasión de la costa de Kent. A eso de las cinco y treinta de la misma mañana ambos hombres, si bien se habían separado al desembarcar, fueron interrogados y tomados prisioneros por centinelas de un batallón de la Infantería Ligera de Somersetshire.

Esto no resulta en modo alguno sorprendente. Los dos eran holandeses. No estaban cabalmente adiestrados para la difícil tarea que debían cumplir. Los únicos títulos que poseían para desempeñarse como espías parecían radicar en el hecho de que uno y otro habían perpetrado alguna fechoría conocida por los alemanes, quienes ejercieron sobre ellos una suerte de chantaje para forzarlos a abrazar aquella empresa. Ambos poseían sólo conocimientos superficiales del inglés, y uno de ellos, nacido de madre japonesa, ofrecía una apariencia acentuadamente oriental, lo cual ya lo hacía sospechoso; éste fue quien, cuando lo vio al amanecer un incrédulo soldado de los Somersets, llevaba binóculos y un par de zapatos de repuesto colgados del cuello.

La otra pareja de espías la componían un alemán, que hablaba un excelente francés pero absolutamente nada de inglés, y un hombre de origen abstruso que pretendía ser holandés y que era el único de los cuatro que hablaba con fluidez el inglés. Desembarcaron en Dungeness, protegidos por la oscuridad, el tres de septiembre y apenas salió el sol sintieron una sed horrible, circunstancia que presta crédito a la suposición de que la noche anterior los cuatro camaradas habían confiado en la resistencia holandesa en insensata medida. El que hablaba inglés desconocía empero las leyes que rigen en Inglaterra el expendio de bebidas alcohólicas, y quiso beber sidra a la hora del desayuno, en una hostería de Lydd. La dueña le hizo presente que tal transacción no podía realizarse legalmente hasta después de las diez y le sugirió que, entretanto, diese un paseíto y admirase la iglesia del lugar.

Cuando volvió (pues la dueña era una mujer sensata) lo arrestaron.

Su compañero, el único alemán del grupo, sólo fue apresado el día siguiente. Había instalado una antena en un árbol y había comenzado a enviar mensajes (en francés) a sus superiores. Se conservan copias de tres de esos mensajes, las cuales fueron utilizadas como pruebas contra él en el juicio. Eran breves y, desde un punto de vista práctico, absolutamente desprovistos de valor; las informaciones (por ejemplo) de que "esta es la exacta posición en que ayer a las seis de la tarde tres messerschmitt dispararon sus ametralladoras hacia donde yo estaba trescientos metros al sur del tanque de agua pintado de rojo" estaban lejos de facilitar el establecimiento de una cabeza de puente alemán en Kent.

Juzgóse a los cuatro espías, con arreglo a la Ley de Traición de 1940, en el mes de noviembre. Uno de los holandeses sobre quienes se había ejercido presión fue absuelto; los otros tres fueron ahorcados en la prisión de Pentonville, el mes siguiente. Los juicios se desarrollaron in camera, pero después de las ejecuciones se publicaron noticias escuetas de ellas.

El coronel Oreste Pinto relató en 1952 la captura de este grupo en su libro Spycatcher (Cazador de espías), dando una versión muy poco creíble, por no decir absurda, de los hechos. Pinto era jefe de la sección holandesa de la Royal Victorian Patriotic School, el centro donde se investigaba a los refugiados que llegaban a Gran Bretaña en busca de posibles espías. Según él, el 8 de septiembre el propio Pinto descifró un mensaje que le envió un agente en Francia en el que se le informaba de la llegada de los cuatro agentes en un submarino a cierto punto de la costa sur. Al mando de una docena de hombres, todos vestidos de civiles, Pinto se dirigió al lugar del desembarco. Esperaron ocultos en una cueva a que el grupo desembarcase, y en cuanto lo hicieron se abalanzaron sobre ellos. Tras una breve pelea detuvieron a tres de ellos. Sin embargo, el cuarto hombre pareció esfumarse sin dejar rastro. Por más que registraron la zona, el espía no aparecía. Así es como Pinto cuenta cómo dio finalmente con él, a la luz del amanecer:

Apreté los puños en mi exasperación y observé al grupo de hombres que estaba explorando. Había luz suficiente para verles la cara, pero no tanta como para reconocer a cada uno. Miré de nuevo al grupo, de derecha a izquierda y al revés. De repente me di cuenta de lo que sucedía y estallé en carcajadas... El capitán y yo nos caercamos al grupo lo suficiente como para reconocer a cada persona. Ocho, nueve, diez. Estábamos a punto de terminar la lista. Once, doce y... Nos detuvimos y cogí al último hombre por el hombro. “Buenos días, Van der Kieboom”, le dije. Era el hombre número trece.

La versión de Pinto es totalmente inventada, lo que explica cómo pudo publicar su libro en una fecha tan temprana como 1952, sin problemas con la censura del Ministerio de Guerra. En realidad, los cuatro agentes se separaron tras desembarcar, y fueron capturados por separado. Charles Van der Kieboom (el hombre número trece de Pinto) era el holandés de madre japonesa y llamativos rasgos asiáticos que menciona Fleming. Fue detenido por los Somersets la misma mañana del desembarco, lo mismo que otro holandés llamado Sjoerd Pons. El también holandés Karlo Meier cometió el error de pedir sidra en una posada por la mañana, demostrando desconocer las leyes inglesas sobre el consumo de alcohol. La posadera, llamada Mabel Cole, tuvo la sangre fría de enviarle a comprar cigarrillos a una tienda mientras ella le servía la sidra. Cuando Meier regresó, un oficial del la RAF, avisado por la señora Cole, le estaba esperando para arrestarle y llevarle a la comisaría de policía. El cuarto, el alemán Jose Waldberg, curiosamente el único que no hablaba nada de inglés, fue quien más “éxito” tuvo. Pudo actuar durante un día sin ser capturado, y logró enviar por radio tres mensajes sin ningún valor. Fue detenido el 4 de septiembre, cuando despertó las sospechas de unos policías que le vieron cruzar unas tierras de labranza vestido de traje.

Lo ideal para el MI-5 hubiese sido ocultar su captura y convertirlos en agentes dobles, como se hizo en muchos otros casos, sin embargo la noticia saltó a la prensa y no pudieron evitar que fuesen juzgados. Sjoerd Pons convenció al tribunal de que su intención había sido siempre entregarse, y fue absuelto. El resto fueron sentenciados a muerte y ahorcados en diciembre de 1940.

Fuentes:
James Hayward: Mitos y leyendas de la Segunda Guerra Mundial
Graham & Hugh Greene: El libro de cabecera del espía


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