El espionaje atómico soviético 1


LA BOMBA DE STALIN

A partir de 1941 Stalin comenzó a recibir informes sobre la posibilidad de fabricar una bomba atómica. Antes de la guerra la física nuclear era ya un campo prioritario para la ciencia soviética, con centros de investigación en Moscú, Leningrado y Jarkov. pero la mayoría de aquellos informes no provenían de los organismos científicos, sino de los servicios de inteligencia. El NKVD comenzó a interesarse por el átomo ya en 1940. En ese año, por orden directa de su director Laurenti Beria, se dieron instrucciones a las redes de espionaje en Gran Bretaña y Estados Unidos de infiltrarse en los centros de investigación atómica de estos países. Al mismo tiempo Beria trataba de convencer a Stalin y al Politburó de la importancia del tema, ya que tenía claros indicios de que la carrera atómica había comenzado: científicos relevantes estaban desapareciendo del mapa, al tiempo que las potencias estaban tratando de acaparar las existencias de materiales necesarios en la investigación atómica, como el uranio y el agua pesada. Sin embargo, hasta 1942, cuando pudo presentar cantidades importantes de información que demostraban la magnitud del proyecto atómico angloamericano, no logró convencer a Stalin de que era necesario que la URSS pusiese en marcha su propio programa nuclear militar, el Proyecto Urania (que con el tiempo quedó bajo el control directo del propio Beria).

La primera fuente de importancia que tuvo el NKVD fue el quinto hombre de “los cinco de Cambridge”, una de las más importantes redes de espionaje de la historia. Se trataba de John Cairncross, que entre 1940 y 1942 trabajó como secretario personal de Lord Hankey, ex-jefe de los servicios secretos británicos y ex-ministro sin cartera del gobierno Chamberlain, que había recibido el encargo de Churchill de presidir el comité consultivo británico que estudiaba las posibilidades energéticas y militares de la investigación nuclear. Cairncross (de nombre en clave Carelio) tuvo acceso a los primeros informes técnicos hechos por científicos británicos que confirmaban la posibilidad de conseguir la bomba en un plazo relativamente corto, asistió al nacimiento del programa nuclear británico, escondido tras un organismo al que se le dio el inocente nombre de Dirección de Aleaciones Tubulares (Tube Alloys), y asistió también al comienzo de la cooperación angloamericana de la que nació el Proyecto Manhattan.

Unos años más tarde otro miembro del Círculo de Cambridge tuvo también acceso a gran cantidad de información sobre el Proyecto Manhattan. Se trataba de Donald McLean, un espía infiltrado en los servicios diplomáticos británicos. A mediados de 1945 McLean fue encargado de la coordinación entre los proyectos nucleares norteamericano y británico, que todavía mantenían una estrecha colaboración. Por sus manos pasaba toda la correspondencia entre ambos países referente a la investigación atómica.

Un tercer miembro del grupo de Cambridge también intervino en esta historia unos años después: Kim Philby, posiblemente el más grande agente doble de todos los tiempos, que entre 1949 y 1951, cuando se estrechaba el cerco en torno a las redes de espionaje soviéticas en occidente, era el agente de enlace del MI-6 en Estados Unidos. Philby logró que parte de ellas lograran escapar (entre los que se salvaron gracias a su intervención estaba su amigo McLean). La historia de cómo los norteamericanos consiguieron descubrir a muchos de los espías soviéticos que operaron en occidente en los años 40 comienza en 1942, cuando la central del NKVD en Nueva York cometió el error de utilizar códigos repetidos en sus comunicaciones con Moscú. A ese fallo de seguridad se le añadió posteriormente un libro de códigos soviético parcialmente quemado que los finlandeses habían capturado en 1941, y que en 1944 cedieron a los estadounidenses. A partir de pistas como esas la ASA (Army Security Agency) comenzó a trabajar en el descifrado de los mensajes que los agentes del NKVD habían mandado a la Lubianka en los años de la guerra y que los servicios occidentales conservaban grabados. Fue un trabajo de años al que se le dio el nombre clave de Proyecto Venona. Hacia 1950 el cuadro de las redes soviéticas en occidente estaba más o menos claro, pero Philby, que tenía acceso a Venona, puso sobre aviso a los soviéticos y logró salvar parte de ellas. Pero esa es otra historia.

John Cairncross:


El Círculo de Cambridge dio mucha información, y de gran importancia, pero los soviéticos estaban más interesados en los aspectos técnicos de la investigación atómica que en los políticos: necesitaban hombres dentro de los centros de investigación y desarrollo.

Dentro de la comunidad científica de Gran Bretaña los servicios de inteligencia soviéticos contaban con un importante informante llamado Klaus Fuchs. Alemán de nacimiento, nacionalizado británico, Fuchs era un físico nuclear que trabajaba en el programa nuclear británico desde sus inicios. Fue, junto con Cairncross, el que permitió a los soviéticos conocer el nacimiento y desarrollo de Tube Allois. Más tarde fue uno de los científicos que Gran Bretaña envió a los Estados Unidos para colaborar en el Proyecto Manhattan. Desde allí dio gran cantidad de información de diversas áreas, convirtiéndose, según la mayoría de los científicos e historiadores, en el informador más importante que tuvieron los soviéticos. Se dice que Fuchs hizo una gran contribución al desarrollo del programa nuclear de la URSS. Pero en esto, como en todo, no hay unanimidad. Según Philip Morrison, otro eminente físico que trabajó en el Proyecto Manhattan, “los rusos habían hecho mejor labor por sí mismos que lo conseguido de los estadounidenses vía Fuchs, pero no se atrevieron a poner en práctica su propio trabajo y prefirieron copiarles, por lo que tuvieron que conformarse con un segundo puesto”, opinión compartida, por supuesto, por los físicos soviéticos, que se quejaron de que Beria se fiaba más de las informaciones llegadas de los Estados Unidos que de sus propias investigaciones, obligando a sus científicos a seguir el modelo americano. La opinión más aceptada es que los soviéticos habrían conseguido la bomba por sí solos, pero sin la información enviada por Fuchs y los demás informadores habrían tardado dos o tres años más.

Klaus Fuchs:


En Estados Unidos, en los primeros años del proyecto atómico los soviéticos también contaron con un físico nuclear de primer nivel. Se trataba de Bruno Pontecorvo, brillante físico discípulo de Fermi y colaborador suyo desde antes de que ambos se exiliaran de Italia. Comenzó a enviar información científica en 1942, cuando trabajaba con Fermi en la Universidad de Chicago. Al igual que Cairncross y Fuchs, Pontecorvo era comunista convencido y colaboraba con la inteligencia soviética voluntaria y desinteresadamente.

En el Proyecto Manhattan la seguridad llegaba a niveles agobiantes. Como recordó años más tarde Laura, la esposa de Enrico Fermi: “muchos de los europeos se sentían incómodos porque vivir en un lugar rodeado de alambradas les recordaba los campos de concentración” (muchos de ellos eran refugiados políticos, huidos del fascismo, el nazismo y las leyes antisemitas). Pero no solo afectaba a los europeos: el segundo de Oppenheimer, el doctor Edward Condon (que se haría famoso dos décadas después entre ufólogos y frikis varios de todo el mundo por el “Informe Condon”, la verdad oficial del gobierno USA sobre el fenómeno OVNI) dimitió a las diez semanas porque no podía soportar las estrictas medidas de seguridad. Estas no consistían solo en controlar las entradas y salidas, y rodear los centros de investigación de alambradas y patrullas militares, también (y especialmente) el FBI y el G-2 (la inteligencia militar estadounidense) interrogaban con frecuencia a los científicos e investigaban sus vidas privadas, sus movimientos y relaciones. Sospechosos no les faltaban, muchos de los principales científicos del Proyecto Manhattan, como Leo Szilard y Enrico Fermi, eran de reconocidas ideas izquierdistas. Y no sólo entre los europeos: el mismísimo director científico del Proyecto Manhattan, Robert Oppenheimer, era simpatizante comunista, y entre sus familiares y amistades íntimas había varios militantes del partido comunista. Todos ellos eran sometidos a una estrecha vigilancia por parte de la contrainteligencia norteamericana. Aunque varios de los principales científicos seguramente eran partidarios de compartir sus conocimientos con los soviéticos, por proximidad ideológica o por la creencia de que solo un control internacional de la nueva arma aseguraría la supervivencia de la civilización, la inmensa mayoría de ellos no pasó información conscientemente a los rusos.

Pero algunos sí que lo hicieron. En Los Alamos, en los laboratorios secretos donde se diseñaron y se fabricaron las bombas, los soviéticos lograron tener informadores. Uno fue Theodore Hall, jovencísimo físico que con 18 años comenzó a trabajar en el grupo que diseñaba el mecanismo de implosión de las bombas de plutonio. Otro de los científicos que más activamente colaboraron con la inteligencia soviética fue el británico Alan Nunn May, captado por el NKVD en 1943 cuando se encontraba en Canadá colaborando en el proyecto Tube Alloys. Ya en Estados Unidos pasó información sobre la planta de producción de plutonio en Hanford y sobre Trinity (la explosión de prueba de una bomba de plutonio). Como en todos los demás casos su colaboración con la inteligencia soviética fue totalmente desinteresada. En una ocasión, cuando el NKVD trató de recompensarle por su labor dándole doscientos dólares y una botella de whisky, Nunn May respondió indignado quemando el dinero. La botella se la quedó.

Continúa en; El espionaje atómico soviético 2: La caza del espía rojo

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