El alférez Minoru Honda fue uno de los mejores pilotos de caza de la Marina Imperial japonesa. Pese a haber sido siempre un soldado ejemplar y un jefe estricto cuando tuvo hombres bajo su mando, Honda sentía una gran animadversión hacia los oficiales y era muy crítico con la mentalidad de los militares japoneses. Creía que la cultura del sacrificio en la que eran educados no solo no les convertía en mejores combatientes que sus enemigos, sino que era una carga que les empujaba a asumir riesgos inútiles. Así lo explicaba después de la guerra:
"Uno de nuestros mayores problemas era que estábamos educados en el lema de que la mente, por encima de la fuerza, puede ganar una guerra. Combatíamos con el espíritu y nos decían que los norteamericanos eran vagos y demás. No era cierto. Los pilotos norteamericanos eran extremadamente valerosos. Al contrario que nosotros, no asumían riesgos estúpidos. Nuestro sistema de mando no era tan flexible como el de nuestro enemigo. Los norteamericanos aprendían de sus errores y desarrollaban mejores aviones y mejores técnicas de combate, mientras nosotros nos aferrábamos religiosamente a la posición del 'lobo solitario' en el caza Zero para un hombre... Vaya error".
En 1944 en las Filipinas Honda tuvo que instruir a pilotos novatos asignados a ataques kamikaze. Fue una tarea que le dejó totalmente desmoralizado. Se quejaba amargamente a sus superiores del sinsentido de enviar a misiones suicidas a aquellos jóvenes pilotos. Eso sin duda aumentó su odio hacia la oficialidad japonesa, un odio que ya sentía antes del comienzo de las misiones kamikaze a las que se oponía. El origen de su rencor estaba en una situación absurda que había vivido un año antes.
En 1943 Honda era un joven piloto de 20 años destinado en Rabaul, que había destacado ya en numerosos combates aéreos sobre las islas Salomon y Nueva Guinea. En uno de esos combates fue derribado y tuvo que hacer un aterrizaje forzoso en la isla de Kolombangara. Cuando un grupo de nativos curiosos se acercó al avión, Honda salió a su encuentro con su pistola en una mano y una bolsa de caramelos en la otra. Eligieron los caramelos. Honda fue acogido durante diez días por aquellas buenas gentes hasta que fue rescatado. Cuando regresó a Rabaul se enteró de que había sido dado por muerto y que, como reconocimiento a su actuación destacada en aquellos meses, le había sido concedido un doble ascenso póstumo (era un honor poco habitual para un muerto, pero menos aún recibirlo en vida). Sus superiores inmediatos se quedaron temblando cuando le vieron aparecer delante de ellos, no porque creyesen que se trataba de un espíritu de ultratumba, sino porque se dieron cuenta del papeleo que eso suponía. Iban a tener que corregir el informe de baja y revisar la concesión de ascensos. Por no hablar del ridículo en que les hacía quedar... Así que optaron por la solución más sencilla. Un día tras otro mandaban a Honda a peligrosas misiones en solitario sobre territorio enemigo con la esperanza de que no regresase. Pero el tozudo de Honda se empeñaba en volver de todas ellas. Eso duró una semana, hasta que un oficial superior se enteró de lo que estaba pasando y decidió devolverle oficialmente a la vida. Eso sí, solo después de anular los ascensos que había recibido estando muerto.
Fuente principal:
Los ases de la Marina Imperial japonesa 1937-1945 (Osprey)
Foto: http://getglue.com/topics/p/minoru_honda
Estos orientales son la reoca, con ese culto a la obediencia y esa excesiva burocratización de todo, donde la persona a título individual no vale nada. Ya les vale a las autoridades, enviar una y otra vez al piloto a enfrentarse con el peligro para muriese y no tener que cambiar el papeleo.
ResponderEliminarUn saludo.
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ResponderEliminarhttp://nonsei2gm.blogspot.com/2011/05/recuerdos-de-un-kamikaze.html
conté cómo fue castigado un grupo de kamikazes por regresar con vida de su misión. No habían encontrado ningún buque enemigo al que atacar, así que lo lógico era volver a su base para intentarlo de nuevo otro día. En cambio fueron humillados públicamente por su cobardía. Es otro terrible ejemplo de cómo la cultura del sacrificio que se inculcaba a los militares japoneses suponía más una carga que una ventaja con respecto a sus enemigos. Morir en combate era un honor, aunque fuese una muerte absurda. Mejor eso que el deshonor de la derrota, aunque sobrevivir supusiese también poder seguir combatiendo.
Un saludo.