La captura de Murata Sasumu

En el repaso que estoy dando a la historia de los zan-ryū Nippon hei (los "soldados japoneses dejados atrás") más conocidos, ya han salido varias veces las islas Marianas: la supervivencia en solitario de Shōichi Yokoi o en pareja de Itō y Minagawa en Guam, la resistencia del capitán Sakae Ōba en Saipan, o los náufragos que se refugiaron en la isla de Anatahan cuando los buques que les llevaban a Saipan fueron torpedeados. Para completar la lista (que de paso sirve para hablar un poco de una de las campañas militares más sangrientas y decisivas de la guerra en el Pacífico), faltaba por aparecer la isla que fue escenario de la tercera gran batalla de las Marianas, además de Saipan y Guam: Tinian.

La batalla de Tinian comenzó el 24 de julio de 1944 con el desembarco en la isla de dos divisiones de marines, con el apoyo de una poderosa flota y de la artillería instalada en Saipan, a solo ocho kilómetros de distancia en dirección nordeste. Los defensores eran unos 9.000 hombres, pertenecientes al Ejército y a las Fuerzas Especiales de Desembarco de la Marina. La batalla fue muy similar a la desarrollada en Saipan un mes antes. Los japoneses recurrieron a ataques nocturnos de infiltración, rehuyendo el combate durante el día. El terreno, más llano que en Saipan, favorecía a los estadounidenses, que pudieron utilizar con mayor eficacia los tanques y el apoyo artillero. Con superioridad numérica, el control absoluto del aire y la ayuda de la artillería y la US Navy, los infantes de marina de Estados Unidos tardaron poco más de una semana en conquistar la isla. El 31 de julio los japoneses supervivientes lanzaron una última carga banzai. Al día siguiente los marines anunciaron que Tinian estaba completamente bajo su control.

Después de la batalla, Tinian se convirtió en una gigantesca base aérea que albergaba a decenas de miles de militares y trabajadores civiles. Los estadounidenses construyeron seis pistas de aterrizaje de 2.400 metros de longitud cada una, desde las que operaban los B-29 Superfortress del XXI Comando de Bombardeo de la USAAF que participaban en la campaña de bombardeo estratégico contra Japón. La actividad en Tinian fue mayor que en cualquier otra base aérea de la Segunda Guerra Mundial. Desde allí despegaron el Enola Gay y el Bockscar, los B-29 que lanzaron las dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.

Igual que ocurrió en Saipan, varios cientos de japoneses supervivientes de la batalla de Tinian se refugiaron en las junglas y mantuvieron una actividad guerrillera durante meses. La guarnición de Aguijan, una pequeña isla situada siete kilómetros al sur, al mando del teniente Kinichi Yamada, no capituló hasta el 4 de septiembre de 1945, varios días después de la rendición oficial de Japón. Pero aún tendrían que pasar otros ocho años para que el último soldado japonés de Tinian se entregase a un policía llamado Cristino Dela Cruz (sic).

Cristino era un chamorro de Saipan con antepasados españoles y alemanes. En 1944, cuando tenía 17 años, fue reclutado por la 4ª División de Marines como "marine provisional" para ayudar a localizar los almacenes de municiones que los japoneses habían ocultado por toda la isla antes de los desembarcos estadounidenses.

Después de dejar el ejército me alisté en la recién creada policía local. En 1953, cuando estaba destinado en Tinian, se descubrió que todavía había un soldado japonés oculto en la isla. Alguien había encontrado su cabaña cerca de un pantano (...). Fui allí con un pequeño grupo de hombres armados para capturarle con vida. Le dije que saliese con las manos en alto o le mataría. Se lo repetí tres veces hasta que acabó saliendo. Le pregunté si había alguien más. Él dijo: "No". Le pregunté varias veces más, pero siempre me contestaba que él era el único. Entonces, tomé mi carabina M-1 y vacié un cargador en su choza. Empecé a recargar, pero cuando levanté la vista el japonés estaba llorando. Cuando le pregunté por qué, me dijo que yo había destruido su única provisión de salsa de soja. Le dije que no importaba, ya que iba a encontrar un montón de salsa de soja en Saipan. Su nombre era Murata Sasumu, y fue repatriado a Japón.

Fuentes:
Testimonio de Cristino Dela Cruz:
Bruce M. Petty: Saipan, Oral Histories of the Pacific War.
Sobre la batalla de Tinian: http://www.stamfordhistory.org/ww2_tinian.htm

Dos soldados testarudos

Cuando los marines estadounidenses completaron la conquista de Guam, en agosto de 1944, cientos de soldados japoneses supervivientes de la batalla se negaron a rendirse y se ocultaron en las selvas del interior de la isla. Entre ellos se encontraban dos jóvenes de 24 años, el sargento Masashi Itō y el cabo Bunzo Minagawa. Habían huido a la jungla junto a un centenar de hombres, pero poco tiempo después, viendo la poca disciplina que existía en el grupo, se separaron del resto pensando que ellos solos tendrían más posibilidades de sobrevivir. Al principio subsistían gracias a la comida que robaban a los campesinos, pero el miedo a las patrullas estadounidenses les hizo adentrarse cada vez más en la selva hasta que acabaron perdiendo totalmente el contacto con el resto de la humanidad. Con el tiempo fueron adquiriendo los conocimientos y las habilidades necesarias para sobrevivir en la jungla. Se alimentaban de serpientes, ranas, ratas, cangrejos y cocos. Tenían fusiles, aunque muy raramente cazaban con ellos para no delatar su presencia. Las precauciones que tomaban para no ser descubiertos llegaban casi hasta la obsesión. Comían los animales crudos, por temor a ser localizados si encendían fuego. Hablaban siempre en susurros, y cuando se desplazaban trataban de borrar todas las huellas que dejaban tras de sí.

Ocho años después, en 1952, alguien descubrió algún rastro suyo y dio aviso al ejército. Los norteamericanos comenzaron a lanzar en la zona pasquines y periódicos para tratar de convencerles de que la guerra había terminado y podían entregarse. Itō y Minagawa desconfiaban, pensando que podían ser trucos del enemigo para capturarles. Sin embargo, decidieron asegurarse siguiendo las instrucciones que les daban en aquellas hojas. Eligieron un árbol en un lugar de paso y grabaron en él sus ideogramas familiares con un cuchillo. Los estadounidenses encontraron las señales, las fotografiaron y enviaron las imágenes a Tokio. El gobierno japonés contactó con el padre de Itō, que escribió una estremecedora carta a su hijo rogándole que volviese a casa. Los militares norteamericanos dejaron la carta en el mismo árbol en el que los fugitivos habían escrito sus nombres. Pero mientras tanto Itō y Minagawa habían encontrado una noticia en uno de los periódicos que les habían lanzado que les hizo sospechar. En ella se informaba de que el precio de las tortas de habas se había fijado en diez yenes. Aquella cifra era ridícula. Diez yenes era la mitad del sueldo mensual de un suboficial del Ejército. Sin duda los oficiales de propaganda estadounidenses habían cometido un error. Convencidos de que todo aquello era un montaje del enemigo para engañarles, se adentraron aún más en la jungla. Nunca regresaron al árbol para comprobar si había respuesta. Itō y Minagawa no podían saber nada de la fuerte inflación que había sufrido Japón en los años de postguerra.

Pasaron otros ocho años. Todo el mundo se había olvidado ya de los dos japoneses ocultos en la selva. Hasta mayo de 1960, cuando dos leñadores chamorros se encontraron en medio del bosque con un hombre vestido únicamente con un taparrabos. Era Minagawa. Trató de escapar, pero los leñadores le capturaron y le entregaron a las autoridades. Unos días después, al ver que su compañero no regresaba, Itō salió de la selva y se entregó voluntariamente. El miedo a la soledad había podido más que su sentido del deber y su temor al trato que recibiría del enemigo. Los dos hombres fueron reconocidos por médicos estadounidenses, que les encontraron en un estado de salud sorprendentemente bueno. Habían sobrevivido quince años y diez meses en la jungla.

Los dos soldados estaban convencidos de que la guerra no había terminado y de que iban a ser ejecutados por sus captores. Se negaron a comer y beber, e intentaron suicidarse cortándose las venas con los muelles de las camas. Para calmarles pusieron en contacto telefónico a Minagawa con su hermana, pero aquello tampoco dio resultado. Al final los estadounidenses optaron por una solución drástica: les ataron y les subieron a un avión con destino a Tokio. Itō y Minagawa hicieron todo el viaje pensando que en cualquier momento iban a ser arrojados al océano. Solo cuando bajaron del avión y vieron a sus familiares esperándoles se convencieron de que la guerra había terminado para ellos.

Fuente principal:
http://www.elcorreo.com/vizcaya/ocio/201401/18/sabado-japoneses.html

Los robinsones samurais de Mindoro

Mindoro es la séptima isla de Filipinas por su tamaño. Es muy montañosa, su clima es extremadamente húmedo (con lluvias casi todos los días del año), y está cubierta en su mayor parte por una espesa jungla. Se encuentra en el centro del archipiélago, al sur de Luzón, la isla principal. A pesar de su privilegiada situación y de su nombre (del español "Mina de Oro"), los japoneses no mostraron el más mínimo interés por ella durante el tiempo que ocuparon las Filipinas. A finales de 1944 la guarnición japonesa en Mindoro estaba formada tan solo por un millar de hombres del Ejército Imperial, a los que se sumaron unos doscientos supervivientes de transportes de tropas hundidos en ruta hacia Leyte (la primera isla filipina en la que desembarcaron los aliados, en octubre de 1944).

El 15 de diciembre de 1944 dos divisiones del Ejército de los Estados Unidos y un regimiento paracaidista desembarcaron en Mindoro. La batalla duró apenas 48 horas. Ni la Marina Imperial ni las fuerzas aéreas japonesas hicieron acto de presencia en la isla, a excepción de varios ataques kamikazes que se lanzaron desde bases en Luzón contra la flota de desembarco. En tierra los norteamericanos hicieron valer su aplastante superioridad numérica y superaron las defensas japonesas sin mucha dificultad. Los supervivientes huyeron a la selva, donde se ocultaron hasta el final de la guerra.

El interés del general MacArthur por Mindoro se debía a que era el lugar ideal para establecer bases aéreas que permitiesen dar cobertura de caza a las fuerzas que iban a desembarcar en la isla de Luzón. Antes de acabar el primer día de la batalla, los ingenieros del Ejército estaban ya trabajando para poner a punto los campos de aviación. Menos de catorce días después dos bases estaban plenamente operativas y listas para proporcionar apoyo aéreo directo a las operaciones anfibias en Luzón.

El día de Año Nuevo de 1945 desembarcó en Mindoro una fuerza de treinta y nueve japoneses al mando del teniente Shigeichi Yamamoto, un maestro de escuela en la vida civil. Parece ser que era parte de una operación que pretendía un ataque simultáneo a las bases aéreas de la isla a cargo de tres grupos distintos. La unidad de Yamamoto tenía como objetivo el campo de aviación de San José, en el extremo meridional de la isla. En una marcha de varios días, los japoneses se abrieron paso a través de la jungla hasta llegar a las proximidades de la base aérea. Allí se encontraron con una fuerte vigilancia que les hizo sospechar que el enemigo estaba sobre aviso y esperaba su ataque. Mientras trataban de ocultarse de las patrullas estadounidenses, Yamamoto decidió que la única forma que tenían de terminar con su misión era lanzar una carga banzai contra San José. Pero los norteamericanos se adelantaron a sus planes al descubrirles y atacarles. Los japoneses huyeron y se dispersaron en la jungla. Yamamoto y ocho de sus hombres vagaron sin rumbo durante semanas. Al final, cansados de moverse de un lado a otro por la selva, fijaron su campamento en un pequeño valle bordeado de montañas de más de 1.200 metros de altura.

Los nueve japoneses decidieron esperar allí a que el Ejército Imperial reconquistase Mindoro. Consiguieron semillas y animales de los nativos a cambio de sus relojes y se establecieron como agricultores y ganaderos. “Los primeros tres años fueron una dura lucha”, contaría mucho tiempo después el cabo Jintaro Ishii. “Vivíamos como Robinson Crusoe, pero estábamos siempre alerta, como samurais, aunque nunca matamos a nadie”. Cuando llegaron las primeras cosechas, la búsqueda de alimento dejó de ser un problema para ellos. Al término del segundo año contaban ya con 4.000 metros cuadrados de cultivos, setenta gallinas y veinte cerdos. Pero en la jungla de Mindoro morir de hambre no era el único peligro. Aquellas tierras húmedas e insanas estaban infestadas de insectos portadores de la malaria y otras enfermedades. Entre 1952 y 1953 cinco de los hombres murieron a causa de las fiebres tropicales.

Los cuatro supervivientes se adaptaron sorprendentemente bien a la vida en la jungla. Aprendieron a fabricar sus propias herramientas rudimentarias y a hacer ropas y mantas con las pieles de los animales. Yamamoto diseñó una vivienda de troncos y paja, camuflada para no ser vista desde el aire (aún temían a los aviones estadounidenses), y con comodidades insólitas, como agua corriente, bañera, un horno para hacer pan o un alambique para destilar aguardiente. El cabo Jahei Nakano tenía como pasatiempo la fabricación artesanal de flautas e instrumentos de cuerda con fibra de bambú, ya que, como él decía, “los seres humanos necesitamos la música para poder convivir en armonía”. Con el paso del tiempo su relación con los nativos se fue haciendo cada vez más amistosa. Los soldados les enseñaron algunas técnicas agrícolas japonesas, y ellos les correspondían invitándoles a comer con bastante frecuencia.

Un día de 1956 un estadounidense llegó a la región buscando un lugar para establecer una plantación, y Yamamoto decidió contactar con él pensando en negociar la rendición. Fue entonces cuando descubrieron que la guerra había terminado hacía más de una década, aunque no se convencieron totalmente hasta que les hicieron llegar una carta del embajador japonés en Manila en la que les animaba a salir de la jungla. En ese momento tomaron la decisión definitiva de entregarse. Era el 28 de octubre de 1956. La mayor oposición la encontraron en una de las muchachas nativas, que se había enamorado de Ishii y le rogaba que se quedase con ella. “Era una buena chica, pero nuestra relación era platónica", explicaría Ishii más tarde, sin poder evitar sonrojarse.

En diciembre de 1956 el teniente Shigeichi Yamamoto, de 35 años, y los cabos Jintaro Ishii, de 36, Jahei Nakano, de 35, y Masaji Isumita, de 44, regresaron a su país después de haber logrado sobrevivir doce años en la jungla de Mindoro. Al desembarcar fueron recibidos como héroes, con escolares agitando banderines y personalidades locales pronunciando discursos. “Dimos gracias a los dioses. Nunca pensamos que regresaríamos a Japón”, dijo Yamamoto.

Fuentes principales:
http://www.newspapers.com/newspage/27993675/
http://www.elcorreo.com/vizcaya/ocio/201401/18/sabado-japoneses.html
http://en.wikipedia.org/wiki/Battle_of_Mindoro

Sakae Ōba, el zorro de Saipan

Sakae Ōba nació en marzo de 1914 en Gamagori, una ciudad de la prefectura de Aichi, en Honshū. Con diecinueve años se graduó como educador y aceptó un puesto de maestro en una escuela pública de su ciudad. Pero poco después, en 1934, abandonó su trabajo para alistarse en el Ejército. Se unió al 18º Regimiento de Infantería del Ejército Imperial, con base en la vecina ciudad de Toyohashi. En julio de 1937, cuando la intervención japonesa en China acabó en guerra abierta, su regimiento fue movilizado y enviado al frente. En la guerra Ōba fue ganando ascensos, y en 1943 era ya capitán al mando de una compañía.

A principios de 1944 el 18º Regimiento, por entonces desplegado en Manchukuo, fue destinado a reforzar la defensa de Guam, en las Marianas. El 29 de febrero el transporte militar que les trasladaba fue torpedeado cerca de Saipan por un submarino estadounidense. Los supervivientes fueron rescatados y llevados a tierra. La mayor parte de los hombres fueron enviados más tarde a Guam, pero un numeroso grupo, entre los que se encontraba el capitán Ōba, tuvieron que quedarse en Saipan.

La batalla de Saipan comenzó el 15 de junio de 1944 con el desembarco en la isla de las Divisiones de Marines 2ª y 4ª. El avance estadounidense fue lento y costoso. Los japoneses, utilizando a su favor el accidentado terreno volcánico y una gran cantidad de cuevas naturales o excavadas por ellos, lanzaban continuos ataques contra las posiciones enemigas, a menudo desde su retaguardia. Pero el control del aire y el mar por parte de los norteamericanos les impedía recibir refuerzos y suministros, y poco a poco los defensores se fueron quedando sin medios para seguir resistiendo. El 7 de julio, el general Saitō, comandante de la guarnición, reunió a todas sus fuerzas y ordenó un último ataque. En la mayor carga banzai de toda la guerra, unos 3.000 soldados y marineros japoneses se lanzaron contra las posiciones estadounidenses. Muchos de ellos iban armados tan solo con bayonetas o granadas (las municiones prácticamente se habían agotado). Los atacantes fueron totalmente aniquilados. El 9 de julio el almirante Turner anunció oficialmente que las tropas norteamericanas controlaban toda la isla y la batalla por Saipan había concluido. Ese mismo día el general Saitō realizaba el seppuku, el suicidio ritual del guerrero. Se calcula que en Saipan se suicidaron unos 9.000 japoneses. Los estadounidenses tan solo pudieron hacer 921 prisioneros. Entre ellos no estaba el capitán Ōba, así que todos supusieron que era uno de los caídos. El 30 de septiembre el Ejército Imperial japonés declaró oficialmente muerto a Sakae Ōba y le concedió un ascenso póstumo a comandante.

Pero el capitán Ōba había sobrevivido a la batalla. Se había refugiado en lo más profundo de la jungla, al mando de cuarenta y seis soldados y guiando a unos ciento sesenta civiles japoneses. Aparte de organizar, cuidar y enseñar a sobrevivir a los civiles que tenían a su cargo, Ōba y sus hombres decidieron continuar la lucha. Desde sus campamentos ocultos en la selva, iniciaron una guerra de guerrillas contra los marines estadounidenses. Ōba convenció a sus hombres de que las tropas imperiales estaban preparando un contraataque y la reconquista de Saipan era inminente. Los refuerzos que esperaba nunca llegaron, sin embargo nunca perdió la esperanza en la victoria. Estaba convencido de que las noticias que les llegaban sobre las derrotas y los desastres japoneses no eran más que propaganda enemiga.

Los guerrilleros de Ōba se movían con velocidad y sigilo por toda la isla. Sus acciones eran de una audacia casi insultante. Para obtener información se infiltraban en los campos de prisioneros. Cuando se les agotaban las provisiones, recurrían a redadas nocturnas en los campamentos estadounidenses para robar alimentos, medicamentos y otros suministros esenciales. En una ocasión unos militares norteamericanos instalaron un cine al aire libre en un campo al lado de su campamento. No podían imaginar que tras las últimas filas, oculto entre la vegetación, se sentaba el mismísimo Ōba a disfrutar de las películas.

El capitán Ōba tuvo noticias del final de la guerra, pero aún tardó varios meses en convencerse de que era cierto que Japón había sido derrotado. Finalmente, aceptó abandonar la lucha, pero no lo iba a hacer de cualquier manera. Se negó a rendirse si no recibía la orden directa de un oficial superior. Los estadounidenses tuvieron que trasladar expresamente a la isla al general de división Umahachi Amaha, comandante de la 9ª Brigada Mixta Independiente durante la batalla de Saipan. El 27 de noviembre de 1945 Amaha ordenó al capitán Ōba que se entregase con sus hombres a los norteamericanos. El 1 de diciembre, tres meses después de la rendición oficial del Japón, los guerrilleros descendieron de su campamento en una ladera del monte Tapochau y se presentaron ante los marines de la 18ª Compañía de Artillería Antiaérea. Con gran formalidad y dignidad el capitán Ōba entregó su espada al oficial al mando, el teniente coronel Howard G. Kurgis, del Cuerpo de Marines. Tras él, sus hombres entregaron sus armas y su bandera. Habían pasado 512 días desde el final de la batalla de Saipan.

Sakae Ōba entrega su espada al coronel Kurgis:


Ōba creía que al decidir continuar la lucha había sido más valioso para su país que si hubiese optado por un suicidio honorable, como hicieron cientos de sus compatriotas en Saipan. Pero al regresar a Japón muchos le consideraron un cobarde por ello. Cuando se confirmó que seguía con vida, su ascenso póstumo a comandante fue anulado. Tras su repatriación en 1946 se reunió con su esposa Mineko y su hijo, al que veía por primera vez. Había nacido en 1937, justo después de que su regimiento fuese destinado a China

Fuentes principales:
http://www.japantimes.co.jp/life/2011/05/15/general/japans-renegade-hero-gives-saipan-new-hope/#.Uua2D9K0osY
http://en.wikipedia.org/wiki/Sakae_%C5%8Cba


Los irreductibles de Peleliu

Tras la conquista de las Marianas, en el verano de 1944, el alto mando estadounidense se fijó en las Palaos, un archipiélago situado a medio camino de sus siguientes objetivos (las Filipinas y Formosa), y en especial en una pequeña isla llamada Peleliu, con una superficie de tan solo 13 Km². Su importancia en la guerra habría sido nula, de no ser por un aeródromo que ocupaba toda la parte occidental de la isla. Los aliados decidieron que antes de emprender operaciones más ambiciosas era necesario neutralizar aquel campo de aviación.

Para defender la isla los japoneses enviaron a la 14ª División de Infantería del Ejército, que se unió a las fuerzas de la Marina y auxiliares coreanos que se encontraban ya allí, sumando un total de unos 11.000 hombres. En Peleliu los japoneses iban a adoptar por primera vez una estrategia que se repetiría más tarde en Iwo Jima y otras islas volcánicas del Pacífico. Renunciaron a defender las playas y a los ataques banzai, y planificaron una defensa basada en posiciones estáticas para obligar al enemigo a una gran batalla de desgaste con continuos ataques frontales contra fortificaciones casi inexpugnables. Trabajaron contra reloj para construir una enorme red de bunkers, trincheras y cuevas conectadas entre sí por kilómetros de túneles que recorrían toda la isla y que les permitirían evacuar posiciones o volver a ocuparlas según fuese necesario.

La batalla de Peleliu fue una de las más duras y sangrientas de la guerra. Comenzó el 15 de septiembre de 1944 y duró oficialmente hasta el 27 de noviembre, cuando la isla fue declarada segura. En 73 días los estadounidenses habían sufrido 9.800 bajas, una cifra solo ligeramente inferior a la de los japoneses (con la diferencia de que la inmensa mayoría de las bajas japonesas eran muertes en combate, mientras que los norteamericanos tenían un porcentaje muy alto de heridos). Los marines apenas pudieron hacer doscientos prisioneros, la mayor parte de ellos coreanos de unidades auxiliares. Pequeños grupos de soldados japoneses supervivientes mantuvieron una guerra de guerrillas hasta febrero de 1945. En contra de lo que se había previsto, la base aérea tuvo un papel muy secundario en la campaña de las Filipinas. Después de la matanza, Peleliu volvió a ser la isla insignificante que había sido hasta entonces.

A finales de marzo de 1947 un grupo de japoneses que había permanecido más de dos años oculto en las cuevas de Peleliu decidió reanudar la lucha. Lo formaban ocho marineros del 45º Cuerpo de Guardia y veintiséis soldados de la 14ª División de Infantería al mando del teniente del Ejército Ei Yamaguchi. Los japoneses atacaron a una patrulla de marines con granadas de mano. No hubo víctimas, pero la acción causó una gran alarma en la guarnición estadounidense. Y no era para menos, porque en aquellos momentos en la isla había tan solo ciento cincuenta marines. Inmediatamente se enviaron refuerzos a Peleliu. Acompañando a las tropas llegó un almirante japonés para tratar de convencer a los rebeldes de que se entregasen pacíficamente. Los japoneses se rindieron en dos grupos separados. El 22 de abril de 1947, año y medio después de la capitulación de su país, Ei Yamaguchi entregó su espada y la bandera de su unidad, protagonizando la última rendición oficial de la Segunda Guerra Mundial.

En 1995, en una entrevista para un programa de la televisión estadounidense, preguntaron a Yamaguchi por qué había tardado tres años en rendirse:

No podíamos creer que hubiésemos perdido. Siempre fuimos instruidos en la idea de que nunca podríamos perder. La tradición japonesa dice que hay que luchar hasta la muerte, hasta el final.