La vergonzosa derrota británica en Singapur fue en parte un inexplicable error de inteligencia comparable al de Estados Unidos antes del ataque a Pearl Harbor. Los británicos fallaron en la apreciación de inteligencia de la fuerza y las intenciones reales de los japoneses. Es cierto que el Imperio se encontraba ya en guerra, las mejores tropas de la India y de Australia se encontraban combatiendo en Africa y en Oriente Próximo, y el papel de la colonia malaya se reducía a exportar la mayor cantidad posible de caucho y estaño para financiar la guerra. Sin embargo, en los meses anteriores la amenaza se había multiplicado a ojos vista. En julio de 1941 los japoneses ampliaron su presencia militar a toda la Indochina francesa, estableciendo una nueva base de operaciones en la bahía de Cam Ranh, en el sur de Vietnam. Ciertas estimaciones calculaban en 200.000 los soldados japoneses en Indochina. Desde sus bases en el sur de Indochina los bombarderos japoneses tenían en su radio de alcance la isla de Singapur y la península malaya. Al mismo tiempo, Japón estaba presionando a Tailandia para establecer tropas y obtener permiso de paso por su territorio. A pesar de ello los británicos no modificaron su absurda estrategia de fortificar Singapur y esperar el auxilio de la Royal Navy en caso de ataque. El más grave de sus errores fue la infravaloración del enemigo. Pasaron por alto su entrenamiento para la guerra en el trópico, fueron sorprendidos por sus tácticas de avance escalonado, su mayor movilidad, conseguida entre otras cosas por algo tan sencillo como el uso de bicicletas, e incluso por la utilización de carros de combate ligeros, que la doctrina británica descartaba totalmente en un terreno como el malayo. En el aire la infravaloración fue aún mayor. Los occidentales despreciaron la capacidad técnica de la industria aeronáutica japonesa, capaz de desarrollar modelos al menos al nivel de las grandes potencias. Al mismo tiempo tenían absurdos prejuicios por los que consideraban a los japoneses racialmente incapacitados para ser unos pilotos aceptables a causa de defectos como su miopía congénita, su mala visión nocturna o su deficiente sentido del equilibrio. Pasaron por alto su experiencia de años de guerra en China y el desarrollo de la aviación naval japonesa, en ese momento la mejor del mundo. Así que la gran maniobrabilidad de los cazas Zero y su absoluta superioridad sobre los obsoletos Brewster Buffalo o la efectividad de sus bombarderos resultaron toda una sorpresa para la RAF.
Al igual que pasó en Estados Unidos antes del ataque a Pearl Harbor, la infravaloración del enemigo japonés llegó a niveles increíbles si hablamos de contrainteligencia. Los espías japoneses actuaban sin ningún disimulo sin ser prácticamente molestados. En los años anteriores Japón había creado una efectiva red de inteligencia en Malasia y Singapur, aprovechando los miles de residentes japoneses y las numerosas compañías comerciales instaladas en las colonias británicas. También aprovechaban el abundante tráfico marítimo. Era normal que en las tripulaciones de los mercantes japoneses que tenían su ruta siguiendo la costa oriental de la península malaya hubiese oficiales de la Marina como observadores. Muchas de las actividades de los agentes japoneses eran conocidas por la policía británica, sin embargo se dejaba hacer para no crear problemas diplomáticos. También se permitieron los numerosos vuelos de reconocimiento que se hicieron en las semanas anteriores al ataque, muchos de ellos detectados por la RAF. La despreocupación de las autoridades coloniales llegaba a extremos ridículos. En el puerto malayo de Endau estuvieron amarrados dos submarinos japoneses sin permiso, sin que nadie reaccionase. Un oficial británico, el capitán Collinge, dijo haber visto en septiembre u octubre de 1940 a un oficial japonés perfectamente uniformado observando unos ejercicios de un escuadrón de carros armados. Cuando informó de ello al parecer unos funcionarios civiles le replicaron que la política del gobierno era la de evitar a toda costa un incidente con Japón.
Para mayor vergüenza, el principal agente japonés en Malasia fue un militar británico. El capitán Patrick Heenan, del 3/16 Regimiento Punjab, fue reclutado como espía en un viaje a Japón en el verano de 1938. A pesar de que era ya considerado sospechoso fue destinado a un puesto clave, como oficial de enlace con la fuerza aérea. Tenía acceso a todos los planes operativos y podía conocer la localización y el estado de todos y cada uno de los aparatos de la RAF en Malasia. Con esa información los japoneses pudieron comenzar la ofensiva con una serie de precisos ataques a las instalaciones de la RAF, en particular al aeródromo clave de Alor Star, asegurándose la superioridad aérea para el resto de la campaña. Heenan fue arrestado el 10 de diciembre, fue juzgado por una corte marcial y condenado a muerte en Singapur en enero de 1942, y posiblemente acabó ejecutado durante los caóticos últimos días de resistencia.
Después de la guerra los británicos descubrieron sorprendidos que los japoneses habían tenido acceso a las comunicaciones entre el gabinete de guerra en Londres y el general Percival en Singapur. A finales de septiembre de 1940 el gobierno británico envió al comandante militar de Singapur una serie de documentos, información ultrasecreta que incluía los planes de operaciones para Extremo Oriente, las apreciaciones de inteligencia sobre la defensa de las colonias británicas, o los libros de códigos para la flota británica. Para asegurar el secreto y no comprometer la seguridad, se decidió no utilizar las comunicaciones habituales y enviar la correspondencia a Singapur en un mercante rápido de 7.500 toneladas, el Automedon. El mensajero encargado de llevar los documentos, el capitán Evans, tenía instrucciones de tirarlos al mar en caso de que el buque estuviese en peligro. Pero en noviembre de 1940, cuando el Automedon estaba ya en la parte final de su travesía, a la altura de las islas Nicobar, tuvo la mala suerte de encontrarse con el Atlantis, un buque corsario alemán camuflado como barco holandés. Estuvieron durante un tiempo navegando en paralelo, sin que la tripulación del Automedon sospechase nada, hasta que de repente el Atlantis aumentó su velocidad e hizo varios disparos de cañón. Uno dio de lleno en el puente matando al capitán del Automedon y dejando inconsciente al capitán Evans, otro destrozó la sala de radio, impidiendo así que el buque atacado enviase una señal de auxilio. Cuando los alemanes abordaron el mercante se encontraron con los documentos y con los códigos marítimos británicos. El Almirantazgo nunca supo que sus libros de códigos habían sido capturados. Como en un ataque de un buque corsario de superficie normalmente el barco atacado tenía tiempo de enviar un aviso, los británicos supusieron que el Automedon había sido torpedeado y hundido por un submarino. Los alemanes no tenían mucho interés por los proyectos británicos en Extremo Oriente, pero pasaron toda la documentación a los japoneses. Estos fueron de gran importancia en la planificación de la campaña malaya, como quedó demostrado tras la caída se Singapur, cuando los japoneses regalaron al capitán Rogge del Atlantis una espada samurai de gran valor.
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