La ofensiva del Ebro fue la respuesta de la República a una situación desesperada. Tras la derrota de Teruel y el hundimiento del frente republicano en Aragón las tropas franquistas habían lanzado una gran ofensiva que las había llevado hasta el Mediterráneo, partiendo en dos el territorio republicano. En abril de 1938 Cataluña quedaba aislada, quedando la línea del frente delimitada por los ríos Ebro y Segre. Al mismo tiempo que la ofensiva franquista tenía lugar un acontecimiento internacional que hizo desviar la atención del mundo lejos de España: el 11 de marzo Hitler decretaba el Anschluss, la anexión alemana de Austria. El 13 la Wehrmacht desfilaba por las calles de Viena. Tres días después, el 16 de marzo, comenzó un ataque masivo de la aviación italiana contra Barcelona. Se trataba de una serie de 18 bombardeos que en dos días causaron más de mil muertos. Por primera y única vez, Franco protestó ante sus aliados italianos, a pesar de que probablemente el ataque se hizo con su conocimiento, y aunque no hubiese sido así, nunca, ni antes ni después, mostró reparos en que se atacasen objetivos civiles. La inesperada repercusión en la prensa extranjera y las protestas de Gran Bretaña y el Vaticano en una situación internacional delicada tras la ocupación alemana de Austria pudieron asustar a Franco. Además coincidía con un intento de llegar a un acuerdo con la mediación del Vaticano (ya comenté la indignación con la que el Vaticano respondió al bombardeo) de acabar con los ataques a ciudades, que había nacido de una propuesta de la representación republicana en la Sociedad de Naciones.
El Anschluss quedó finalmente sin respuesta por parte de las grandes potencias europeas, con excepción de un pequeño gesto que tendría gran importancia en el desarrollo de la guerra en España: a mediados de marzo Léon Blum, el primer ministro francés, decidió permitir la apertura parcial de la frontera española. No duró mucho tiempo, ya que tras el cambio en el gobierno francés (Blum fue sustituido por Daladier), unido a las presiones británicas e italianas, la frontera volvió a cerrarse a comienzos de mayo. La política británica estaba muy lejos de implicarse en ayudar a la República, ni siquiera en ese momento en el que parecía estar obligada a responder al desafío de Hitler. La respuesta británica fue buscar un acercamiento con Italia, con el que se pretendía alejar a Mussolini de Hitler y dar estabilidad a la región mediterránea. El 16 de abril se firmaba un pacto italo-británico. Durante las negociaciones los ingleses trataron lograr de la parte italiana un compromiso de retirada de las tropas (“voluntarios”) que combatían en España, aunque acabaron aceptando únicamente que Mussolini no mantendría fuerzas en España una vez acabada la guerra.
En el poco más de un mes en el que estuvo abierta la frontera franco-española pudieron llegar a Cataluña unas 25.000 toneladas de material bélico. Con ese nuevo material se les ofrecía a los republicanos la posibilidad de preparar una ofensiva que distrajese el avance de las tropas de Franco, que se había decidido por dirigirse al sur, hacia Valencia (hay quien piensa que el Anschluss influyó en la decisión, al no querer Franco atacar Cataluña y consecuentemente acercar sus fuerzas a la frontera francesa en un momento de tensión internacional). Las ofensivas franquistas contra Valencia estaban fracasando, pero no era probable que las defensas republicanas aguantasen por mucho tiempo su empuje. En la decisión de pasar a la ofensiva fue decisivo el cese de Indalecio Prieto como ministro de Defensa y la asunción del cargo por Juan Negrín, presidente del Consejo de Ministros. Negrín dio al Ejército Popular una fuerza moral y un ímpetu que Prieto, que se definía a sí mismo como un pesimista y que consideraba que la guerra estaba perdida, no podía dar. Negrín era consciente de que la superioridad material de las fuerzas de Franco era aplastante, pero contaba con que, dada la tensa situación europea, si se producía un estancamiento que hiciese pensar en un alargamiento indefinido de la guerra en España, las potencias acabasen aceptando una paz negociada con mediación internacional. La otra opción era que finalmente estallase la guerra en Europa, lo que daría un vuelco total a la situación y acabaría con las opciones de Franco de ganar la guerra. Con el fin de dar a las potencias una base para una paz negociada, el 1 de mayo de 1938 Negrín formuló sus “trece puntos”. Consistían básicamente en: sufragio universal, plebiscito sobre la forma de gobierno, respeto a las libertades regionales, a la libertad de conciencia y a la propiedad privada, reforma agraria, indemnización a las empresas extranjeras perjudicadas por la guerra, fin de la presencia militar extranjera y mantenimiento de España en la Sociedad de Naciones.
La estrategia republicana era muy arriesgada. Con la frontera francesa cerrada, pasar a la ofensiva implicaría consumir en poco tiempo los pocos recursos con los que se contaba, sin posibilidad de reponerlos. La ofensiva estaba prevista para el mes de junio, pero tuvo que retrasarse por problemas logísticos. Finalmente, en la madrugada del 25 de julio las unidades de vanguardia de dos cuerpos de ejército del Ejército Popular comenzaron a cruzar el Ebro dando inicio a la mayor batalla de la historia de España. La ofensiva perdió fuerza rápidamente, y menos de una semana después las tropas republicanas detuvieron su avance y se aprestaron a defender el territorio conquistado. El objetivo inmediato se había logrado: Franco canceló el ataque a Valencia y volvió su ejército contra las fuerzas que habían cruzado el Ebro. El enfrentamiento se convirtió en una gran batalla de desgaste como no había visto el mundo desde la Primera Guerra Mundial. Durante casi cuatro meses más de 300.000 hombres lucharon por una franja de terreno agreste y seco de menos de 800 Km2 sin ningún valor estratégico.
El objetivo secundario parecía que también se estaba consiguiendo. La percepción internacional de la situación en España cambió radicalmente. Pese a la aplastante superioridad franquista, parecía que la guerra podía llegar a un punto muerto, tras sus continuos fracasos en acabar con la bolsa del Ebro. El 29 de agosto el diario del conde Ciano recoge unas palabras de su suegro Mussolini: “Anota en tu diario que hoy, 29 de agosto, yo profetizo la derrota de Franco. Ese hombre o no sabe hacer la guerra o no quiere hacerla. Los rojos son luchadores, Franco no”. El 19 de septiembre el embajador alemán en Burgos, Eberhard von Stohrer, envió un informe en el que describía el ambiente de desánimo que reinaba en el cuartel general de Franco y las continuas discusiones de este con sus generales, a causa del estancamiento que se ha producido en la situación militar y la situación internacional cada vez más complicada.
El momento fue aprovechado por el gobierno republicano para tratar de implicar a las potencias europeas en la búsqueda de una paz negociada. Parecía que esta vez sí era posible, y más cuando estalló en Europa la crisis de los Sudetes.
Negrín era un reconocido fisiólogo. Con el pretexto de acudir a un congreso de medicina viajó a Zurich a principios de septiembre. Su estancia en la ciudad suiza coincidió con la del duque de Alba, lo que desató rumores sobre un intento de negociación directa con Franco. Pero no era ese el objetivo de Negrín. El 9 de septiembre se reunió en secreto con el conde de Welczek, embajador alemán en París. La cuestión de los Sudetes se estaba convirtiendo ya en una grave fuente de tensión internacional, y Negrín calculaba que Hitler estaría dispuesto a quitarse un problema de encima presionando a Franco para negociar un alto el fuego. Los contactos fueron un fracaso, ya que Hitler no mostró ningún interés en propiciar una negociación en España.
La gran baza republicana para obligar a Franco a aceptar una paz negociada era que las potencias del Comité de No Intervención (incluyendo lógicamente Italia y Alemania) llegasen a un compromiso y terminasen con la intervención militar extranjera en la guerra. Tanto Negrín como Azaña en sus intentos negociadores lo consideraban un paso previo para iniciar negociaciones, dando por hecho que sin ayuda extranjera Franco no vería posible una victoria militar a corto ni medio plazo. La presencia de tropas italianas y alemanas en España era un grave motivo de preocupación para Francia y Gran Bretaña, y al mismo tiempo una baza negociadora por parte de Alemania y sobre todo Italia. Se pensaba que cualquier intento de rebajar la tensión entre las potencias europeas incluiría exigencias u ofrecimientos de reducir la presencia militar en España. El 21 de septiembre Negrín anunció en la Sociedad de Naciones la retirada unilateral de las Brigadas Internacionales, como respuesta a una propuesta que había hecho el Comité de No Intervención el 5 de julio, un gesto con el que el gobierno republicano esperaba forzar a una presión internacional para lograr la retirada total de las tropas extranjeras. En la conferencia de Munich Mussolini se comprometió ante Chamberlain a retirar de España un número equivalente de voluntarios. Chamberlain se conformó con eso y con la garantía dada en abril de que no permanecerían tropas italianas en España una vez terminada la guerra. El compromiso fue anunciado más tarde por el gobierno de Burgos. Había en esos momentos unos 10.000 brigadistas, de los que 6.000 estaban combatiendo en el Ebro. El día 24 fueron retirados del frente. Los 10.000 italianos retirados eran sólo una fracción de los más de 30.000 que formaban el cuerpo expedicionario italiano. No había infantería italiana en el Ebro. Las aviaciones italiana y alemana, el elemento más valioso de la intervención de ambos países a favor de Franco, no fueron afectados por la reducción de fuerzas. En términos militares, el acuerdo fue perjudicial para la República. En el aspecto político, su utilidad fue nula.
A lo largo del mes de septiembre la crisis por la cuestión de los Sudetes fue creciendo en intensidad hasta hacer casi inevitable la guerra. Checoslovaquia, el único país europeo que apoyaba sin reservas a la República, trataba de resistir las presiones de Hitler y sus amenazas de recurrir a la fuerza para que cediese la región fronteriza de los Sudetes al Reich. La URSS anunció que acudiría en ayuda de Checoslovaquia si Francia también lo hacía (Francia tenía un tratado de asistencia mutua firmado con Checoslovaquia), mientras el gobierno francés se veía arrastrado por la política británica y por sus propios temores a empujar al gobierno checo a aceptar las exigencias de Hitler para evitar una nueva guerra general en Europa. A mediados de mes Alemania interrumpió el envío de suministros militares a Franco para hacer frente a sus propios preparativos bélicos. Ante las informaciones de que el gobierno francés estaba concentrando tropas en las regiones pirenaicas, Franco dio orden a su aviación de no operar a menos de 100 kilómetros de la frontera. El duque de Alba, el embajador oficioso de Franco en Londres, envió un informe en el que indicaba que el gobierno británico daba por hecho que en caso de que estallase la guerra europea Franco se alinearía con Hitler. Franco trató de dar toda clase de garantías a Gran Bretaña y Francia de que permanecería neutral en caso de conflicto, y así se lo comunicó también al gobierno alemán a través de su embajador en Berlín el almirante Magaz. Fueron días de nerviosismo e incluso pesimismo en Burgos: la posibilidad cada vez más cercana de guerra general en Europa y el estancamiento militar agravado por la interrupción de la llegada de material militar proveniente de sus aliados (interrupción que nadie podía saber si sería temporal o definitiva) ponían a Franco ante la amenaza real de perder la guerra.
En el bando republicano las sensaciones eran muy distintas. Incluso Azaña se mostraba casi eufórico en esos días. En los meses anteriores Azaña, presidente de la República pero que en esos momentos mantenía poco poder real, había tratado de establecer contactos a espaldas del gobierno de Negrín con el gobierno británico a través de su amigo John Leche, representante británico en Barcelona. Su propuesta era forzar un cambio del gobierno para apartar de él a los comunistas (que habían ganado mucho poder con Negrín) y propiciar así un acuerdo de paz avalado por Francia y Gran Bretaña. Azaña, como Prieto, Besteiro y otros dirigentes republicanos, veía en la influencia soviética un obstáculo para la paz, al contrario que Negrín, que pensaba que esta sólo llegaría con la república desde una posición de fuerza, y ésta sólo se conseguiría con el apoyo del partido comunista y la ayuda de la URSS. Las respuestas británicas a las propuestas de Azaña habían sido siempre negativas, pero en esos días en que la guerra en Europa parecía inevitable el alineamiento de la República con Francia y Gran Bretaña significaría la victoria segura y también la oportunidad de deshacerse de la perniciosa influencia comunista y la caída de Negrín al frente del gobierno.
Pero de forma sorprendente la conferencia de Munich lo cambió todo.
El 29 de septiembre se reunieron en Munich los jefes de gobierno de Alemania, Italia, Gran Bretaña y Francia, en un último intento de evitar la guerra. La URSS fue excluida de la conferencia, al igual que la propia Checoslovaquia. No hubo negociación digna de llamarse así. Los aliados acabaron aceptando todas las exigencias de Hitler, obligando a Checoslovaquia a hacerlo también, sabiendo que a corto plazo significaría su destrucción como estado independiente. Gran Bretaña y Francia perdían un importante aliado potencial, con un ejército moderno y una poderosa industria armamentística, que en poco tiempo quedaría en manos alemanas. La exclusión de la URSS acabó con la posibilidad de que Stalin hiciese frente común con los aliados occidentales para frenar el expansionismo de Hitler, lo que a la larga desembocaría en el pacto germano-soviético de 1939. La guerra de España se trató en Munich de forma superficial. Mussolini se comprometió a reducir su presencia militar y a no mantenerla una vez acabado el conflicto. Hitler respondió con un despectivo silencio cuando fue consultado sobre la cuestión por Chamberlain.
El 1 de octubre se celebraba en Burgos el segundo aniversario del nombramiento de Franco como jefe del gobierno y generalísimo de los ejército rebeldes. En su discurso dio su visión de lo que suponía el resultado de la conferencia: “Batalla de Munich, con su victoria de la paz, podemos llamar a la que acaba de librarse en tierras germánicas, en la que la política de sinceridad de los hombres de estado triunfó sobre las maquinaciones y amenazas bolcheviques. Por ello, el triunfo de la verdad y la justicia sonaron a cantos fúnebres en el campo rojo. Se les había prometido la guerra en Europa y se alentaba a la resistencia con cruel engaño”.
Ciertamente Munich supuso el fin de las esperanzas de la República. La posibilidad de alcanzar una paz negociada o de alargar el conflicto hasta enlazar con una guerra europea se desvanecieron. Se recrudeció la división entre los que creían obligado apoyarse en la URSS y los comunistas para continuar la lucha, una vez que el abandono de las democracias occidentales se veía ya definitivo, y los que viendo la guerra perdida querían deshacerse de los comunistas para tratar de negociar una rendición (división que desembocaría en el golpe de estado del coronel Casado de marzo de 1939).
El 18 de octubre George Mounsey, director del departamento para Europa Occidental del Foreign Office, tuvo dos reuniones por separado con Pablo de Azcárate, embajador de España en Londres, y el duque de Alba, representante oficioso de Franco, con la intención de sondear las posibilidades de una mediación internacional que terminase con el conflicto. Las posturas eran las mismas que antes de la crisis de Munich: el duque de Alba transmitió la exigencia de Franco de una rendición incondicional, Azcárate la condición previa reclamada por el gobierno republicano para iniciar negociaciones: retirada de tropas extranjeras y fin del suministro de armas a ambos bandos. El gobierno republicano aún creía que sin el apoyo de Alemania e Italia Franco sería incapaz de conseguir la victoria, pero después de Munich Hitler y Mussolini no tenían ya ninguna traba para intervenir en la guerra civil. Su presencia militar en España ya no era motivo de preocupación en Francia e Inglaterra, y había dejado de ser una baza negociadora.
Franco, tratando de hacer olvidar a sus aliados las promesas de neutralidad hechas a ingleses y franceses durante la crisis de los Sudetes, comenzó en octubre a negociar con Alemania la reanudación del envío de material bélico. En noviembre se llegó a un acuerdo por el que los suministros enviados a España serían pagados a crédito y se obtenían a cambio importantes concesiones mineras para compañías alemanas en España. La República estaba en cambio más aislada que nunca. El 11 de noviembre Negrín escribió una carta a Stalin solicitándole el envío de gran cantidad de material bélico y dando una visión optimista de la situación militar. La carta tenía que ser entregada personalmente por Ignacio Hidalgo de Cisneros, el jefe de la aviación republicana. La negociación en Moscú fracasó. Stalin, que nunca fue tan generoso como Hitler ni menos aún como Mussolini en las condiciones de pago, no iba a vender a crédito un material que dada la situación de la guerra probablemente quedaría sin cobrar. Además, tras Munich la prioridad de Stalin iba a ser el propio rearme soviético, al ver que no podía confiar en entrar en una política de alianzas europea.
Mientras todo esto ocurría continuaba la batalla en el Ebro. Las contraofensivas franquistas iba ganando terreno pero los republicanos todavía resistían. Finalmente el 30 de octubre dio comienzo la que sería la ofensiva definitiva: ocho divisiones, con tres más en reserva, apoyados por la mayor concentración artillera de la guerra y una superioridad aérea aplastante, se lanzaron a reconquistar el terreno que los republicanos habían logrado conservar durante más de tres meses. El 16 de noviembre las últimas unidades republicanas se retiraban cruzando el río por el puente de Flix y a continuación lo volaban. La batalla había terminado. Las fuerzas republicanas en Cataluña quedaban en una situación de debilidad extrema, agotadas y sin suministros. Franco ya no tenía reservas en atacar Cataluña para no provocar a los franceses, y fue hacia allí a donde dirigió su siguiente ofensiva, que comenzó el 23 de diciembre con una superioridad de medios abrumadora. Un mes después era tomada Barcelona. La guerra sólo duró otros dos meses más.
Excelente entrada.
ResponderEliminarSaludos.
Gracias, Félix.
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