Vamos con una nueva entrada sobre la "guerra postal". Esta es una historia que he conocido por el libro La guerra secreta de Franco, de Manuel Ros Agudo. Es un ejemplo de guerra propagandística en un país no beligerante: En España la ley ponía restricciones a la propaganda que podían distribuir los países contendientes dentro del territorio nacional, limitándola a los boletines publicados por los servicios de prensa de sus embajadas. Esos boletines se editaban en teoría para ser enviados por correo a las autoridades españolas, aunque siempre se trataba de mandarlas a la mayor cantidad posible de personas. Los servicios de propaganda aliados tenían un presupuesto mucho mayor que los alemanes, sobre todo desde la entrada en guerra de los Estados Unidos, y por ello sus boletines tenían una mayor difusión. Para contrarrestar esa desventaja, la embajada alemana puso en marcha un plan de contrapropaganda, que fue conocido como Grosse Plan ("Gran Plan"). Se trataba de crear una gran red de simpatizantes y colaboradores que distribuyesen panfletos editados ilegalmente y que localizasen e interceptasen la mayor cantidad posible de propaganda enemiga. Contaba con el apoyo de Falange y la colaboración de su jefe nacional de propaganda, el de la asociación de ex-cautivos de la guerra civil y de otras organizaciones pro-alemanas. Se puso un interés especial en tener conexión directa con el personal de la Dirección General de Seguridad (es decir, las fuerzas de seguridad del Estado) y con el del Servicio de Correos.
La participación de los funcionarios de Correos simpatizantes fue muy importante. En muchas oficinas, entre ellas las centrales de algunas de las principales ciudades, se tomó como costumbre interceptar la propaganda angloamericana y venderla a la Papelera Madrileña para que fuese convertida en pulpa de papel. La embajada británica se quejaba continuamente de que envíos postales correctamente franqueados se perdiesen por toneladas. No tardaron en enterarse de que sus boletines acababan vendidos al peso. En sus protestas daban todo tipo de datos, incluyendo nombres de los funcionarios y los responsables implicados. A pesar de las fundadas quejas británicas las autoridades españolas nunca actuaron para frenar estas prácticas, limitándose a asegurar a los ingleses que iban a ser investigadas.
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