El Kamikaze según Saburo Sakai

En la entrada anterior, cuando conté la historia de Minoru Honda, comentaba que se había opuesto a las misiones kamikaze. No fue el único piloto japonés que lo hizo, pero también hubo otros muchos que las aceptaron convencidos de que era la única forma que tenían los japoneses de seguir presentando batalla a la flota estadounidense. De hecho, desde sus inicios hasta el final de la guerra nunca faltaron voluntarios para las escuadrillas de ataque suicida.

Saburo Sakai es el más famoso de los pilotos japoneses. Aunque era más veterano que ellos (ya había destacado durante la guerra en China) su trayectoria en la guerra en el Pacífico es similar a la de Minoru Honda, Hiroyoshi Nishizawa, y otros muchos ases de la Marina Imperial: Después de los primeros meses victoriosos, siguió una época de combates casi continuos durante las campañas de las Salomon y Nueva Guinea. Los que sobrevivieron a aquellas terribles batallas aéreas de desgaste, a partir de finales de 1943, vieron con desesperación cómo la aviación japonesa había perdido su capacidad de hacer frente al poderío aéreo aliado. La mayor parte de los pilotos experimentados habían muerto, y la necesidad urgente de reponer las bajas hacía que los nuevos entrasen en servicio sin la preparación mínima. Tecnológicamente los Zeros habían sido superados por los nuevos cazas estadounidenses, e incluso en las tácticas de combate aéreo los japoneses no habían sabido evolucionar como lo habían hecho sus contrincantes. En los enfrentamientos aéreos convencionales los cazas japoneses eran aniquilados sin piedad por los aviones enemigos. Un ataque aéreo contra una formación naval estadounidense no tenía prácticamente ninguna posibilidad de éxito. Esa era la situación cuando en octubre de 1944 se crearon las primeras escuadrillas “de ataque especial” para enfrentarse a los desembarcos aliados en las Filipinas.

En su autobiografía, cuando Sakai habla del nacimiento de las escuadrillas kamikaze comienza diciendo que como piloto de caza que era le costó aceptar la idea, aunque a continuación hace toda una justificación de los ataques suicidas basada en su eficacia y en la desesperada situación bélica en la que se encontraba Japón:

Todos sabíamos que cuando los aviones Kamikaze partían eso representaba el sacrificio de nuestra gente. Muchos de ellos no llegaban siquiera a alcanzar sus objetivos, pues eran destrozados antes por los interceptores enemigos o por la formidable barrera de fuego antiaéreo de los navíos. Sin embargo, siempre había algunos que conseguían traspasarlos y lanzarse verticalmente, como verdaderos espíritus vengadores que caían del cielo, sobre los barcos, a veces con las alas arrancadas y otras envueltos en llamas. Salían rugiendo de sus caminos y se precipitaban contra sus blancos, uno detrás de otro, a veces en parejas y otras muchas en grupos de seis, de diez o de dieciséis aviones. Los kamikazes constituían una nueva y tremenda fuerza.

Su eficacia quedó evidente por el número de barcos de guerra y navíos de transporte que ahora ardían en llamas, cuyas bombas explotaban y cuyos hombres daban gritos penetrantes. Antes eran inviolables a nuestros ataques, resguardados por un potente fuego mortífero. Los Kamikazes arrasaban a los portaaviones de popa a proa, con mucha más eficiencia de lo que nuestras armas serían capaces de hacerlo.

Al enemigo le parecía que nuestros hombres practicaban el suicidio, que ellos se sacrificaban en vano. Esto tal vez nunca será comprendido por los americanos o por la gente del mundo occidental. Pero en realidad los Kamikazes no pensaban así, no consideraban que sus vidas se estuviesen desperdiciando inútilmente. Al contrario, los pilotos se presentaban voluntariamente y en masa para las misiones de las que sabían que no retornarían. No, aquello no era suicidio.

Aquellos hombres, jóvenes y viejos, no morían en vano. Cada avión que se despedazaba sobre un navío de guerra enemigo era un golpe asestado en nombre de nuestra patria. Cada bomba conducida por un Kamikaze sobre los tanques de combustible de un portaaviones gigante liquidaba a numerosos enemigos, evitando que varios aviones bombardeasen y ametrallasen nuestro suelo. Aquellos hombres tenían fe. Creían en Japón, luchando por él y entregando en sacrificio la propia vida.

Consideraban que valía la pena: una vida a cambio, tal vez, de centenares o incluso de millares de otras. Nuestro país ya no estaba en condiciones de apoyarse en tácticas convencionales. Ya no teníamos poderío para tanto. Y todos los que entregaban su vida en realidad no morían, sino que transferían su existencia a los que permanecían.

(Saburo Sakai: Samurai)


2 comentarios:

  1. En realidad es la misma mentalidad que los integristas hombres-bomba. Inmolarse en nombre de algo superior (Alá, la patria, etc)
    Lo único es que unos esperan el paraíso y otros no saben lo que les aguarda en la otra vida.
    Un saludo.

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  2. Sí, tienen muchas cosas en común, pero yo veo una diferencia, que no sé si sabré explicar. El kamikaze tiene una lógica militar. Está en guerra, y trata de hacer el mayor daño posible al enemigo porque sabe que cuanto más lo debilite menor podrá ser su respuesta. Quiere vencerle. Un terrorista no, en realidad es al contrario, busca la reacción. Cuanto más violenta sea la respuesta a sus acciones mejor para él, porque lo que quiere es el triunfo de sus ideas, y eso solo lo conseguirá a través del enfrentamiento.
    Un saludo, Cayetano.

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