Robert Capa fue el reportero gráfico más famoso de la historia. Ya lo era en 1944, cuando fue uno de fotógrafos corresponsales de guerra a los que se les permitió acompañar a las tropas aliadas que iban a desembarcar la costa de Normandía. Él lo haría con la 1ª División de Infantería de los Estados Unidos en el sector conocido en clave como “playa Omaha”. Capa quiso desembarcar junto a los hombres que formarían la primera oleada de asalto. Le habían ofrecido unirse a la plana mayor del 16º Regimiento de Infantería, que tenía previsto desembarcar poco después de que lo hiciesen los primeros hombres; era una oferta tentadora: bastante menos riesgo y una posibilidad igualmente valiosa de conseguir un buen material gráfico, pero Capa rechazó la propuesta y prefirió quedarse con la compañía E del 16º Regimiento, a la que ya había acompañado en Sicilia.
Este es el dramático relato que hizo Capa del desembarco:
Los de la primera oleada subimos a trompicones a nuestras lanchas y (como en un ascensor lento) descendimos hasta el mar. El mar estaba picado y nos mojamos antes de que nuestra lancha se alejara del buque nodriza. Ya estaba claro que el general Eisenhower no lideraría a su gente hasta el otro lado del canal con los pies secos, ni con ninguna otra parte seca.
En un abrir y cerrar de ojos, los hombres empezaron a vomitar. Pero esta era una invasión cortés minuciosamente preparada, y nos habían dado bolsitas de papel para ese propósito. Pronto, los vómitos llegaron a un nuevo mínimo. Tenía la impresión de que esto se convertiría en el padre y la madre de todos los días D.
La costa de Normandía estaba aún a varias millas cuando las primeras detonaciones inconfundibles llegaron a nuestros atentos oídos. Nos ocultamos en el agua mezclada con vómito del fondo de la lancha y dejamos de observar la costa que se acercaba. La primera lancha vacía, que ya había descargado a sus soldados en la playa, se cruzó con nosotros en su camino de vuelta hacia el Chase, y el timonel negro nos sonrió alegremente e hizo el signo de la victoria. Ya había suficiente luz para hacer las primeras fotos y saqué mi primera cámara Contax de su funda impermeable de hule. La quilla plana de nuestra lancha tocó tierra francesa. El timonel bajó la proa de la lancha, recubierta de acero, y allí, entre las grotescas formas de los obstáculos de acero que sobresalían del agua, había una delgada franja de terreno cubierta de humo: nuestra Europa, la playa Easy red.
Mi bella Francia tenía un aspecto sórdido y poco acogedor, y una ametralladora alemana que escupía balas alrededor de la lancha aguó completamente mi regreso [Capa había vivido en París a comienzos de los años 30]. Los hombres de mi lancha avanzaban con dificultad con el agua hasta la cintura, con los fusiles listos para disparar, ante el fondo de los obstáculos contra el desembarco y la playa humeante. Al fotógrafo le bastaba. Me detuve por un momento en la rampa para sacar mi primera auténtica fotografía de la invasión.
El timonel, que tenía una prisa comprensible por salir a toda velocidad de ahí, confundió mi actitud al tomar la fotografía con una indecisión explicable y me ayudó a decidirme con una certera patada en el trasero. El agua estaba fría, y la playa aún estaba a más de cien metros. Las balas hacían agujeros en el agua a mi lado, y me dirigí al obstáculo de acero más cercano. Un soldado llegó allí al mismo tiempo, y por unos momentos compartimos su protección. Quitó el protector impermeable de su fusil y empezó a disparar, sin apuntar demasiado, a la playa oculta por el humo. El sonido de su fusil le dio el valor suficiente para avanzar y me dejó el obstáculo para mí. Ahora tenía algo más de espacio, y me sentí lo suficientemente seguro como para sacar fotografías de los otros muchachos que se ocultaban igual que yo.
Saqué todas mis fotos y sentía el frío del mar en mis pantalones. De mala gana, traté de alejarme de mi poste de acero, pero las balas me hacían volver cada vez que lo intentaba. Delante de mí, a unos cincuenta metros, uno de nuestros tanques anfibios medio carbonizado sobresalía del agua y me ofrecía mi siguiente refugio. Evalué la situación. La elegante gabardina que me pesaba en el brazo [una carísima gabardina Burberry que hacía de Capa el invasor más elegante de todos] no tenía demasiado futuro. La solté y corrí hacia el tanque. Lo alcancé avanzando entre cadáveres flotantes, me paré a sacar algunas fotos más e hice acopio de valor para la última carrera hasta la playa.
Ahora los alemanes tocaban todos sus instrumentos, y no podía encontrar un hueco entre los proyectiles de artillería y las balas que bloqueaban los últimos veinticinco metros hasta la playa. Estaba detrás del tanque, repitiendo una frase de mi época de la guerra civil española: “Es una cosa muy seria. Es una cosa muy seria”.
La marea estaba subiendo, y el agua ya llegaba a la carta de despedida de mi familia que llevaba en el bolsillo del pecho [una carta que como muchos otros Capa había escrito pocas horas antes y que nunca llegó a enviar]. Detrás de la protección humana de los últimos dos soldados llegué a la playa. Me tiré al suelo y mis labios tocaron tierra francesa. No tenía ganas de besarla.
A los alemanes aún les quedaba muchísima munición, y deseé fervientemente poder estar bajo tierra en ese momento y sobre ella más tarde. Las probabilidades de que fuera al revés se estaban haciendo cada vez mayores. Giré la cabeza a un lado y me encontré de bruces con el teniente de nuestra partida de póquer de la noche anterior [también como muchos otros, Capa trató de calmar los nervios jugando a las cartas o a los dados durante la travesía en barco]. Me preguntó si sabía lo que él estaba viendo. Le dije que no, y que no pensaba que pudiera ver mucho más allá de mi cara. “Le diré lo que estoy viendo”, susurró. “Veo a un hombre en la entrada de mi casa, agitando mi póliza de seguro”.
Saint-Laurent-sur-Mer debió de haber sido en algún tiempo un lugar de vacaciones gris y barato para maestros de escuela franceses. Pero el 6 de junio de 1944 era la playa más horrible del mundo. Agotados por el agua y el miedo, permanecimos cuerpo a tierra en una pequeña franja de arena mojada entre el mar y las alambradas. La inclinación de la playa nos proporcionaba algo de protección de las balas de ametralladora y de fusil, siempre que permaneciéramos pegados la suelo, pero la marea nos empujaba contra las alambradas, desde donde disparaban como si se acabara de abrir la veda. Me arrastré pegado al suelo hasta mi amigo Larry, el capellán irlandés del regimiento, que blasfemaba mejor que cualquier aficionado. Me gruñó: “iMaldito medio francés! Si no te gustaba el sitio, ¿por qué demonios has vuelto?”. Tras haber recibido ese consuelo religioso, saqué mi segunda cámara Contax y empecé a sacar fotografías sin levantar la cabeza.
Desde el aire, Easy Red debía parecer una lata de sardinas abierta. Como sacaba las fotografías desde el ángulo de la sardina, el primer plano de mis imágenes estaba lleno de botas mojadas y rostros verdosos. Por encima de las botas y las caras, las fotografías estaban llenas de humo de granadas. El fondo eran tanques quemados y lanchas que se hundían. Larry tenía un cigarrillo seco. Yo busqué mi petaca de plata en el bolsillo lateral y se la ofrecí a Larry. Inclinó la cabeza hacia un lado y echó un trago por el extremo de la boca. Antes de devolver la botella se la dio a mi otro amigo, el sanitario judío, que imitó la técnica de Larry con gran éxito. El extremo de la boca también fue suficientemente bueno para mí.
La siguiente granada de mortero cayó entre las alambradas y el mar, y todos los trozos de metralla encontraron a un hombre. El sacerdote irlandés y el sanitario judío fueron los primeros en ponerse de pie en la playa Easy Red. Yo hice la fotografía. La siguiente granada cayó aún más cerca. No me atrevía a quitar el ojo del visor de mi Contax y sacaba frenéticamente una foto detrás de otra. Medio minuto más tarde, mi cámara se atascó: se había acabado el carrete. Busqué un nuevo carrete en la bolsa, y mis manos mojadas y temblorosas lo estropearon antes de que pudiera meterlo en la cámara.
Hice una pequeña pausa... y entonces me sentí muy mal. La cámara vacía temblaba en mis manos. Una nueva clase de miedo agitaba mi cuerpo de pies a cabeza y contraía mi rostro. Desenganché mi pala y traté de cavar un hoyo. La pala tocó roca debajo de la arena y la lancé lejos. Los hombres a mi alrededor yacían inmóviles. Sólo los muertos que estaban al lado de la playa se balanceaban con las olas. Una lancha desafiaba al fuego: sanitarios con cruces rojas pintadas en sus cascos comenzaron a salir de ella. No lo pensé y no lo decidí: sólo me levanté y salí corriendo hacia la lancha. Entré en el mar entre dos cadáveres y el agua me llegaba al cuello. La resaca me golpeaba el cuerpo y cada ola me abofeteaba la cara bajo el casco. Llevaba las cámaras en alto, por encima de la cabeza, y de pronto me di cuenta de que estaba huyendo. Traté de dar la vuelta, pero era incapaz de enfrentarme a la playa, y me dije a mí mismo: “Sólo voy a secarme las manos en esa lancha”.
Llegué a la lancha. Los últimos sanitarios estaban saliendo. Yo trepé a bordo. Al llegar a la cubierta sentí un impacto y de pronto me vi totalmente cubierto de plumas. Pensé: “¿Qué es esto? ¿Alguien está matando gallinas?”. Entonces vi que habían destruido la superestructura de un disparo, y que las plumas eran del forro de las chaquetas de miraguano de los hombres que habían saltado por los aires. El patrón estaba llorando. Los restos de su ayudante habían caído sobre él y estaba hecho un asco.
Nuestra lancha empezaba a escorar y nos alejamos lentamente de la playa para intentar alcanzar el buque nodriza antes de hundirnos. Bajé a la sala de máquinas, me sequé las manos y metí carretes nuevos en las dos cámaras. Volví a cubierta a tiempo para sacar una última fotografía de la playa cubierta de humo. Después hice algunas fotografías de la tripulación efectuando transfusiones en la cubierta superior. Una lancha de desembarco atracó a nuestro lado y nos sacó del barco que se iba a pique. Luego trasladaron a los heridos graves en medio de una mar gruesa. Aquello no era tarea fácil. Dejé de sacar fotos. Estaba ocupado levantando camillas. La lancha nos llevó al USS Chase, el mismo barco que había abandonado hacía sólo seis horas. En el Chase estaban arriando la última oleada del 16º de Infantería, pero la cubierta estaba otra vez llena de soldados heridos que volvían y de cadáveres.
Esta era mi última oportunidad para regresar a la playa. No fui. Los rancheros que nos habían servido el café vestidos de chaqueta blanca y guante blanco a las tres de la madrugada ahora estaban cubiertos de sangre y se dedicaban a coser sacos blancos para los cadáveres. Los marineros izaban camillas de las lanchas atracadas a nuestro lado. Empecé a sacar fotos. Luego las cosas se complicaron...
Desperté en una litera. Mi cuerpo desnudo estaba cubierto con una manta áspera. En el cuello tenía un trozo de papel que decía: “Caso de agotamiento”. Él dijo: “Soy un cobarde”. Era el único superviviente de los 10 tanques anfibios que habían precedido a las primeras oleadas de infantería. Todos los tanques se habían hundido en la mar gruesa. Decía que tenía que haberse quedado en la playa. Yo le dije que yo también debería haberme quedado.
Los motores zumbaban; nuestro barco regresaba a Inglaterra. Por la noche, el hombre del tanque y yo nos dábamos golpes en el pecho insistiendo en que el otro no tenía nada que reprocharse, que el único cobarde era él mismo. Por la mañana atracábamos en Weymouth. Un montón de periodistas hambrientos a los que no se les había permitido apuntarse a la invasión nos esperaban en el puerto para recoger las primeras impresiones personales de los hombres que habían llegado a la playa y habían vuelto. Me enteré de que el otro fotógrafo corresponsal de guerra enviado a la playa de Omaha había vuelto dos horas antes y de que en ningún momento había dejado su barco, nunca puso el pie en la playa. Ya estaba de camino a Londres con su estupenda exclusiva.
Las fotos que tomó Robert Capa en la playa Omaha fueron las mejores del desembarco. Pero al ayudante encargado del revelado de las fotografías le pudieron los nervios, y con las prisas por tenerlas cuanto antes aplicó demasiado calor en el momento de secar los negativos y casi todas las fotos se perdieron. Sólo se salvaron 11 de las 72 que hizo Capa. Y además las que sobrevivieron salieron corridas. Los pies de foto que acompañaron a las fotografías cuando se publicaron decían que “a Capa le temblaban mucho las manos”.
Robert Capa murió en Indochina el 25 de mayo de 1954, al pisar una mina. En su honor a partir del año siguiente comenzó a otorgarse anualmente el Premio Robert Capa a los mejores reportajes fotográficos publicados por reporteros de guerra. Un fotógrafo tiene el record de haberlo ganado en tres ocasiones, en 1963, 1965 y 1971, por su trabajo en la guerra de Vietnam. Se llamaba Larry Burrows. Murió en 1971 cuando el helicóptero en el que viajaba fue derribado sobre Laos. En junio de 1944 Burrows tenía 18 años y soñaba con ser algún día corresponsal gráfico, pero por entonces no era más que un simple ayudante de cuarto oscuro que trabajaba en la oficina londinense de la revista Life. Fue el chico que se cargó las fotos que había tomado Capa en la playa Omaha.
Actualmente, en Tenerife hay una exposición de toda la obra de Capa. Espero no perdermela.
ResponderEliminarCreo que no te defraudará. Una exposición de la obra de Capa es un repaso a dos décadas fascinantes de historia de la humanidad vistas por el ojo de un artista.
ResponderEliminarUn saludo.
Hola Nonsei,
ResponderEliminarMi sinceras enhorabuena para tu blog.
Bien escrito y entretenido.
Me ha gustado mucho el articulo sobre los cañones sumergibles!
Saludos!
Alex.
Muchas gracias
ResponderEliminarleer la crónica del desembarco, contada en primera persona por un fotógrafo ( y qué fotógrafo) me estremeció. Estoy en este momento con la piel de gallina. Y si se me permite creo que se debería haber hecho una corrección: a Capa no le temblaban las manos, le pesaban los gigantescos cojones.
ResponderEliminarSaludos!
Se te permite.
ResponderEliminarUn saludo.
Gran historia de Capa, no la conocía, gracias.
ResponderEliminarGracias a ti, Fael. Como dice petru, es una crónica que estremece al leerla.
ResponderEliminarImpresionante relato.
ResponderEliminarSí que lo es, Llorenç.
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